Pa’ qué vas a saber que estoy sufriendo
Pa’ qué vas a saber de aquel que no amas
no tienes sentimiento pal’ cariño
no tienes corazón ni sabes nada.
China hereje
En medio de la presentación en la que alternaba con Luis Alfonso y Los tigres del norte, en el Coliseo del pueblo de Cali el sábado pasado, a Luis Alberto Posada se le quebró la voz, se mandó otro sorbo de whisky, repitió su pregón “pero bueno” y pidió un minuto de silencio para el último de los grandes cantantes populares del siglo XX en Colombia: hacía unos minutos había muerto Luis Oscar Agudelo Márquez, el tolimense que junto con el escritor William Ospina, hizo que el país y buena parte de latinoamericana, supiera dónde quedaba Herveo, un pueblecito colgado en las faldas del volcán nevado del Ruiz, que aunque más paisa que la arepa, los fríjoles y la parva, le pertenece al Tolima, aunque su gente vaya a ‘capitalear’ a Manizales y no a Ibagué, que les queda tres veces más lejos.
Y es que a este patriarca de la música popular colombiana la geografía siempre le fue esquiva –por lo menos la física, porque la del alma se le dio con una melódica facilidad– y hubo quienes lo acusaron de haber nacido en Padua, otro centro poblado del municipio, incluso con mayor número de habitantes, en el que eso sí comenzó cantando en el coro de la iglesia, que le gustaba más que la sastrería que le enseñó el padre Rubiano.
Pero el último abuelo del cantinazo nacional siempre confesó con orgullo ser de Herveo, la tierra de sus ancestros indígenas. Al igual que El caballero gaucho (Luis Ángel Ramírez Saldarriaga), don Oscar era todo un caballero, pero no gaucho. La cuestión era que para que lo contrataran más y le pagaran mejor, hablaba con cierto acento que lo hacía pasar por argentino o uruguayo, países que también conoció gracias a la interpretación de insignes tangos, valses memorables y boleros famosos.
Tal vez de ahí deviene su apelativo como El zorzal criollo, un mote derivado de nadie menos que de don Carlos Gardel, el más grande cantante de tangos y milongas al que le dio por venirse a morir a Colombia y dejarnos más gauchos que el Martín Fierro de don José Hernández; y más argentinos –sólo en términos musicales–, que los mismísimos Jorge Luis Borges y Diego Armando Maradona.
Don Oscar sin embargo era un hombre sencillo al que jamás se le subieron los humos de la fama a la cabeza, a los que saltó con La cama vacía, un tema del argentino Carlos Espaventa y que también interpretara luego el ecuatoriano Olimpo Cárdenas, con el que recorrió sábanas y sabanas, montañas y valles púbicos, pueblos chicos y chicas de ciudad, cafetines y grandes teatros. Desde que te marchaste, de otro ecuatoriano, Julio Jaramillo, es otra de sus canciones más representativas. Alternó con ellos y aunque mucho más mesurado con el licor y las damas que los ya mencionados, no se llevará un Oscar, pero sí un par de Grammy.
Como muchos cantantes Oscar Agudelo quiso morir en tarima, hecho recién acaecido a Gabriel, uno de los hermanos del también fallecido Darío Gómez, El rey del despecho, en Barbosa-Antioquia mientras cantaba Nadie es eterno; y hace ya 32 años en la Feria Ganadera de Tuluá, a Olimpo Cárdenas, que interpretaba dicen unos El provinciano y otros más Tu duda y la mía. Pero don Oscar murió tranquilo, rodeado del amor de su familia y contrariando toda la letra lastimera de su canción más emblemática: La cama vacía. En varias entrevistas manifestó su deseo de morirse como había vivido: cantando, pero la muerte no sabe de promesas ni deseos, sólo de cuando se debe entonar el miserere y el póstumo adiós de despedida.
“Perdón señores”, manifestó el cantante cubano Miguelito Valdés en medio de una presentación en el salón rojo del Hotel Tequendama en Bogotá. Soltó el micrófono, se llevó las manos al pecho como queriéndose aferrar a la vida y se murió –aunque no para siempre– de un infarto fulminante Mr. Babalú, el jueves 9 de noviembre de 1978.
Una partida sin duda sublime, casi poética y don Oscar la evocaba con una esperanza que rayaba en la envidia y de las mejores. No sospechaba que los artistas no se mueren del todo porque sus obras los dejan partir del todo. Hoy el cubano no deja de cantar Yo no soy guapo, Rumba rumbero, Una aventura, Se formó el rumbón y El manisero; como no dejará de cantar el él: La cama vacía, Desde que te marchaste, La china hereje, Hojas de calendario, El redentor, Esos tus ojos negros, Que nadie sepa mi sufrir, Borracho por amor, y por el que más lo recordaré con voz aguardentosa y de amargura lleno, Vamos jugando iguales.
“La muerte, más que miedo, me inspira respeto, y la espero con resignación” confesó en una entrevista donde hablaba con vos de tango, que dice las cosas tal y como son, con poética rudeza e idílica franqueza, aunque duelan hasta lo más profundo del alma y rindiendo homenaje a Discépolo, porque es un sentimiento triste que se baila.
A muchos de los asistentes al Coliseo del pueblo también se les quebró la voz el sábado, había muerto en tiempos del celular y las plataformas televisivas un hombre que se hizo escuchar y ver a través de la vitrolas y la radio, en bares y cantinas donde el aguardiente y las mujeres casi lo matan, que se hizo distinguir a través de los discos de vinilo con su lacrimógeno, arrabalero y dramático repertorio de la vieja guardia, el chino que no iba a servir para nada porque era muy gamín, según le dijo el párroco de Padua a su mamá.