El régimen autoritario de Daniel Ortega cada vez se va degradando en la espiral de una dictadura personalista. Asemejándose, en sus prácticas e intenciones, a la corrupta dinastía somocista que ayudó a derrocar en el punto culmen de la revolución sandinista en 1979. El antiguo revolucionario se encuentra absolutamente aferrado al poder y previo a las elecciones de noviembre, está echando mano del cooptado aparato judicial para encarcelar a sus principales críticos y opositores. Así busca cerrarle el paso a una eventual derrota en las urnas (como la que ya vivió en 1990). Su intención es evidente: cederle el poder a su círculo familiar. No hay duda de que Ortega es el heredero político más aventajado de Anastasio Somoza, algo tardío, pero su heredero, a fin de cuentas.
Desde Nicaragua se viene haciendo un llamado internacional para salvaguardar la integridad de los dirigentes de oposición; asediados, hostigados y encarcelados por la dictadura de cuño somocista de Ortega.
El último revolucionario de la Guerra Fría
La transformación de Ortega no es nueva y remite a la clásica degradación humana de quien detenta el poder. Orwell lo advirtió muy bien en su novela 1984 al sentenciar: “El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura”. Sin embargo, la transformación de Ortega de aguerrido comandante militar a dictador paranoico fue sutil y gradual.
Con el derrocamiento de la corrupta dictadura somocista por las guerrillas integradas al Frente Sandinista de Liberación Nacional, ganó el ideario revolucionario del movimiento insurreccional latinoamericano más importante desde la Revolución cubana. A principios de los 80 su fuerza se sintió en toda la región y activó nuevamente los “motores de la historia”, en menor medida que la revolución castrista, pero si creó un incentivo histórico muy potente. Ortega se convirtió en un protagonista de primera línea de ese movimiento tras la entrada de los sandinistas a Managua.
Inició su carrera política integrando la Junta de Reconstrucción Nacional (al lado de Violeta Chamorro); continuó en la Junta de Gobierno y en 1984, en las primeras elecciones libres y en plena confrontación con los Contras (contrarrevolucionarios financiados por los Estados Unidos), se convirtió en presidente con el 67% de la votación. Asimismo, el Frente Sandinista de Liberación Nacional, devenido en partido político, alcanzó la mayoría absoluta en la Asamblea. Sin duda, fue una elección que dotó de legitimidad internacional el sentido histórico de la revolución y que marcó un punto de inflexión entre los antiguos revolucionarios. Así, en la postrimería de la Guerra Fría, Nicaragua se insertó integralmente al bloque comunista (vía Cuba) y se convirtió en cortapisa de la influencia de Estados Unidos en la región.
Paradójicamente, la última gran revolución del ciclo guerrillero latinoamericano, inspiración de una pléyade de movimientos insurgentes a lo largo de los años 80, también fue la primera y única derrotada en las urnas.
Chamorro derrota a Ortega
A finales de los 80 el mundo se sacudió con dos palabras convertidas en fetiches de la cultura popular y que marcaron el “fin de la historia”: glasnost y perestroika. El bloque comunista europeo y la Unión Soviética se desmoronaron y las lógicas de la Guerra Fría abrieron paso a una nueva narrativa histórica. A Ortega le tocó gobernar bajo ese complejo contexto internacional y en abierta confrontación con Estados Unidos (el ganador absoluto de la Guerra Fría). Su primer gobierno fue particularmente difícil y se caracterizó por la crisis económica; cierta paralización política y la violencia asociada a los Contras. Entre sus principales opositores se encontraba la dirigente Violeta Chamorro (viuda de un destacado periodista asesinado por la dictadura somocista).
Para 1989, Chamorro logró aglutinar 14 partidos políticos de diferentes tendencias (incluyendo sandinistas desencantados) en una única plataforma de derecha: Unión Nacional Opositora (UNO). Como candidata presidencial se impuso ante Ortega en las elecciones presidenciales de 1990 (le sacó 14 puntos) y su coalición se convirtió en la principal fuerza política en la Asamblea.
La revolución sandinista fue derrotada en las urnas y pasarían 16 años para que Ortega volviera a ocupar el sitial de la Casa de los Pueblos.
De opositor a dictador
Cuando fue derrotado por Chamorro se llegó a dudar que Ortega entregaría el poder; sin embargo, para esos años todavía cuidaba ciertas formas democráticas y lo entregó sin menor atisbo de rebeldía. Se convirtió en líder de la oposición y volvió a ser derrotado por los partidos derechistas en las elecciones de 1997 y 2002. Para 2006, la región se encontraba inmersa en la “marea rosa” y los sandinistas cambiaron de estrategia (hasta utilizaron a John Lennon en sus spots publicitarios), algo que resultó efectivo porque Ortega ganó con el 38% de la votación.
Así, se iniciaría el periplo de un régimen que va ajustando 15 años en el poder, pues en las elecciones de 2011 y 2016 (esta última con su esposa como fórmula vicepresidencial), los sandinistas fueron reelegidos con altísimas y cuestionadas votaciones. Este periodo se caracterizó por la violenta represión en el marco de las protestas antigubernamentales de 2018 (con cientos de muertos y exiliados) y la expedición de leyes prohibitivas de la libertad de expresión.
De cara a las elecciones de noviembre de 2021, Ortega no encontró más alternativa que echar mano del cooptado aparato judicial para perseguir a sus críticos y prohibir partidos opositores. Al estilo de Somoza en los años más férreos de la dictatura y en contravía de la OEA, para el 5 de junio habían sido detenidos cuatro candidatos presidenciales, todos con un rasgo en común: opositores.
De esa forma, Ortega busca reelegirse por tercera vez o dejarle el camino despejado a su esposa Rosario Murillo. Es decir, cerrar el círculo de poder en torno a su familia y así crear una nueva dinastía. Entre los detenidos se encuentra Cristiana Chamorro, hija de quien en 1990 lo derrotó y lo sacó del poder. Es claro que Ortega no quiere volver a pasar por lo mismo y que ya poco le interesa cuidar las formas democráticas. Tras ese carrusel de detenciones, en Nicaragua solo hay incertidumbre frente a un proceso electoral viciado y tendiente a formalizar una dictadura que busca atornillarse en el poder más tiempo que la somocista.
Y con el viejo revolucionario Daniel Ortega, tan paranoico por perder el poder y a la sombra de Anastasio Somoza, se confirma la sentencia orwelliana: “se hace la revolución para establecer una dictadura”.