Un dedo -uno de Santrich- se exhibe como evidencia más entre expedientes judiciales para refrendar su muerte, igual que en su momento lo fue la mano de otro guerrillero en la sórdida empresa de las venganzas y las recompensas. Aun así, en un mundo gobernado por las copias autenticadas, los sellos y las pruebas, un dedo, una parte de este, un cadáver o mil cadáveres con sus rastros de sangre no parecen suficientes para pasar a otro capítulo.
Se pone en duda por lo tanto que Santrich esté vivo, que ande entre callejuelas pregonando como un loco Memento mori; disimulado en la identidad de un tendero o un pensionado que se guarda para siempre sus culpas y sus muertos. Santrich, o un pedazo de él, podría haber entrado, pues, en el camino de hacerse superstición, humo, uno más de los expedientes sin cierre.
Es otra de las formas de la historia: la historia moldeada de trozos de muertos, retazos de verdades, fatas morganas. La degradación de la violencia como esta difícilmente admite descripción; supera el absurdo, la mitología, la mitomanía, la capacidad de contar.
Ahora que se cumplen 20 años de la Operación Orión en la Comuna 13 de Medellín y se publica una colección sobre sus fotografías indispensables para la verdad y la recuperación del relato, recordemos por ejemplo como otro testimonio de lo insólito, aquel enmascarado informando al ejército y sentenciando con su índice letal las casas de donde debían sacarse los acusados de vínculos con milicias urbanas de la guerrilla, en aquella fotografía absoluta, casi sonora, de Jesús Abad Colorado.
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Recordemos aquel enmascarado informando al ejército y sentenciando con su índice letal las casas de donde debían sacarse los acusados de vínculos con milicias urbanas de la guerrilla
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Ocurrió transcurridos apenas dos meses del primer gobierno de Álvaro Uribe como llamando a doblar campanas; hubo asesinados amalgamados entre la tierra de un barranco de desperdicios, torturados desaparecidos y secuestrados en hechos que implican al Estado y que día a día se asevera con más pruebas, tuvieron apoyo de paramilitares a quienes luego se les entregó la zona para hacer “limpieza” y administrar el orden. Era alcalde de Medellín, Luis Pérez, y ministra de Defensa, Marta Lucía Ramírez, posteriormente vicepresidenta del país.
Del dedo de quien se afirma es un paramilitar que hace los señalamientos, no hay huella; mucho menos de su identidad. Tampoco, pasados tantos años, es transparente o comprensible la senda o el escudo que consiguieron los determinadores, los responsables por acción u omisión, omisión que suele ser ese silencio placentero de quienes ven, miran para otro lado y lavan sus manos desde despachos burocráticos y defensas de abogados.
De ese lado de la historia nacional tejida de paradojas, la tierra cuenta. No es fácil digerir en consecuencia que deban comprarse hoy por el gobierno millones de hectáreas para darlas o devolverlas a campesinos, comprarlas quizá en muchos casos difíciles de pasar por una lupa, a latifundistas que se mimetizarán en la legalidad y formas del olvido habiendo sido instigadores o beneficiarios directos del despojo.
Así como la de Abad, otra obra magnífica que se exhibe estos días en cines, amerita ser vista, desentrañada. Los reyes del mundo, una metáfora acerca de jóvenes a quienes se les vende futuro que nunca llega y se les imposibilita el presente a dentelladas.
El protagonista de la historia, casi un niño y sus colegas viajan a reclamar la tierra que les restituye el Gobierno. Tierra despojada a sus familias, a la abuela de uno de ellos en particular. Desde luego, en mundo de abogados, llevan las pruebas, no un dedo, solo papeles, sentencias de juzgado, promesas, toda la coraza ante escenarios hostiles.
Son dueños del mundo, ruedan a mil por hora, alcanzan a soñar mientras suena Tren al sur, la canción de Los Prisioneros: No me digas pobre por ir viajando así, no ves que estoy contento, No ves que estoy feliz. Pero se trata de tierras, se trata de señores de la tierra, señores que no están dispuestos a dar o devolver nada a ningún “güevoncito” por rey del mundo que sea. Todo se hace humo.
En estos días un amigo recordó a Machado: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.” No lo creo, no me resigno. No doy crédito a políticos, ni a gobernantes, ni a asesinos. Volveré a ver Los reyes del mundo, las fotografías de Abad, caminaré por enésima vez sobre el piso de armas fundidas en el contramonumento de Doris Salcedo, mientras imagino que un capítulo distinto será posible.