Origen de la Constitución de 1991, ¿producto del clamor popular?

Origen de la Constitución de 1991, ¿producto del clamor popular?

La historia de la Constitución de 1991 está fundamentada en la construcción del mito fundacional de la séptima papeleta y el movimiento estudiantil

Por: SEBASTIAN GALEANO VALLEJO
marzo 22, 2024
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Origen de la Constitución de 1991, ¿producto del clamor popular?
Fotografía: Canva

A propósito de la propuesta del Presidente Petro de convocar una asamblea constituyente. 

La historia oficial de la Constitución de 1991 está fundamentada en la construcción romántica del mito fundacional de la séptima papeleta y el movimiento estudiantil. Actualmente se nos enseña como la gran manifestación del pueblo soberano, que reclamó un cambio constitucional a comienzos de la década de los años noventa.

Y aunque el movimiento estudiantil nunca fue movimiento, y la séptima papeleta nunca se contabilizó, fue gracias a esta primera manifestación que el gobierno de Virgilio Barco justificó la convocatoria a una consulta popular no prevista en el ordenamiento jurídico para preguntarle al pueblo, el mismo día de las elecciones presidenciales, si estaba de acuerdo o no en convocar una Asamblea Constitucional para reformar la Constitución de 1886.

La consulta, impulsada por el Ejecutivo el 27 de mayo de 1990, fue interpretada por la Corte Suprema de Justicia como la expresión prístina del Constituyente Primario depositada en cabeza del Presidente de la República, posición que utilizó el gobierno entrante de Cesar Gaviria como justificación legitimadora para sanear o convalidar los defectos jurídicos que acompañaron siempre el procedimiento de convocatoria a una reforma constitucional, porque al tenor del artículo 218 de la Carta anterior, era el Congreso de la República el único competente para reformar la Constitución.

Y aunque sostenga que todo el proceso constituyente estuvo acompañado de ilegalidades que violaron flagrantemente la Constitución vigente, no es propósito de este trabajo discutir la validez o no de la Constitución de 1991. De hecho lo valida la misma efectividad de su ordenamiento.

Sin embargo, sí es objetivo de este trabajo el desnudar la naturaleza de este proceso constituyente y reducir su origen y desarrollo a sus justas proporciones. En consecuencia, la monografía pretende demostrar que los argumentos utilizados para justificar la convocatoria a una Asamblea Constituyente, tanto por el Gobierno nacional en el decreto 1926, como por la Corte Suprema de Justicia en el fallo 138 de 1990, son insuficientes para calificarlos o categorizarlos como expresiones del “Constituyente Primario” en el significado más estricto de la palabra, es decir, entendiendo al “Constituyente Primario” como la manifestación más pura del pueblo o cuerpo político de una nación.

El concepto, por el contrario, fue utilizado para legitimar un acuerdo político excluyente que implicaba tomar decisiones políticas extrajurídicas y extraconstitucionales que sirvieron, principalmente, para relegitimar al Poder Ejecutivo y favorecer la puesta en práctica del programa de gobierno del presidente César Gaviria, encaminado a adecuar a los nuevos requerimientos de la globalización tanto la estructura del Estado como su ordenamiento jurídico.

Como la Asamblea Nacional Constituyente supuso una ruptura por las vías de hecho con la formalidad constitucional imperante, se volvió a imponer en la práctica constitucional el régimen de excepción como mecanismo para legitimar las reformas de los gobernantes de turno. Un mal precedente para  a los actuales y futuros gobernantes que pretendan sacar avantes sus programas de gobierno siguiendo el ejemplo de un primer mandatario que cambió las reglas de juego para imponer  su agenda oficial.

No quiere decir esto que los pueblos y sus gobernantes no puedan acudir a las excepciones constitucionales en un momento determinado. Sería como negarle al mismo pueblo el derecho que tiene de auto-determinarse y cambiar sus Constituciones cuando estas no favorezcan sus intereses.

Lo que queremos resaltar es que el recurso de la excepcionalidad constitucional encuentra realmente su legitimidad cuando quien acude a él es la mayoría del cuerpo político de la Nación y en momentos de profundos cambios políticos y sociales o de aguda crisis institucional. Por lo tanto, acudir a la excepcionalidad en medio de un estado de normalidad institucional, con la excusa de que es el Constituyente Primario o la paz misma lo que se está expresando, más que un mecanismo de reforma constitucional, es el procedimiento que suelen utilizar los regímenes autoritarios para legitimarse.

Así las cosas, lo correcto en un estado de derecho es que si un gobierno pretende invocar el clamor popular para justificar la “expresión de cambio constitucional”, éste debe representar legítimamente la expresión democrática activa del cuerpo político de la sociedad, única fuente legítima de poder Constituyente Primario. De lo contrario, cualquier Presidente de Colombia podría en un futuro remoto recurrir al mismo procedimiento con el fin de adelantar las reformas de su interés.

Este trabajo, además de estudiar la historia constitucional de Colombia, propondrá entonces algunos límites a la figura del Presidente de la República para auto-invocar legítimamente al Constituyente Primario. Se tornan necesarios, al advertir los riesgos que supondría volver a incentivar el régimen de la excepcionalidad, sobre todo porque este elemento lleva implícita una característica que les es propia a todos los que acuden a él: la arbitrariedad como sistema para conseguir los fines propuestos.

Que los gobernantes de Colombia ventilen sus reformas optando por el régimen de excepción presenta muchas inconsistencias.  No es lo mismo reformar la constitución mediante golpes de Estado o por las vías de hecho, que apelando a la mayoría del cuerpo político de la nación o sujetándose a las reglas de procedimiento establecidas por la misma Constitución que se pretende reformar. Las Cartas Políticas donde se imponen de manera arbitraria las concepciones exclusivas  de un sector de la población sin el consentimiento informado, organizado y democrático de la sociedad, están destinadas a durar poco. Existirán sólo mientras exista la fuerza que la imponga.

Lastimosamente, en el caso de la Constituyente de 1991 primaron más las vías de hecho que el acompañamiento informado, organizado y democrático del país. Lo puso en evidencia el afán con el que el presidente Cesar Gaviria se apresuró a convocar la Asamblea Nacional Constituyente apenas iniciando su cuatrienio manipulando a la opinión pública con ayuda de la gran prensa y la clase política tradicional sobre las ventajas de una reforma cuyo contenido no conocía nadie, como tampoco se sabía qué objetivos pretendía alcanzar. La ciudadanía solo tenía sobre ella una idea vaga e imprecisa. Se insistía mucho en dos propósitos, buscar la paz y profundizar la democracia participativa, objetivos que, paradójicamente, todavía no se han alcanzado durante los 23 años de vigencia de la Constitución de 1991.

De esta manera, el Ejecutivo logró hacerse al control absoluto del proceso constituyente y llegó incluso hasta el extremo de cerrar el Congreso de la República, una de las tres ramas del Poder Público, cuya votación había superado por dos millones de sufragios la de la consulta del 27 de mayo, que sirvió como sustento de la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente.

De suerte que fue el Ejecutivo, único Poder Público vigente a esa hora en el país, y no el propio órgano asambleario, el responsable de los principales acuerdos que permitieron alinear  las mayorías necesarias para aprobar el texto definitivo. Si se compara la propuesta inicial hecha por el Presidente de la República en el Acuerdo Político con el texto definitivo de la Constitución del 1991, se encontrará que el 90 por ciento de lo aprobado en la Asamblea provenía de esa primera iniciativa gubernamental.

El presente trabajo pretende desmitificar el origen fundacional de la Constitución de 1991. Los acontecimientos que la fundamentaron no alcanzaron a cobrar nunca arraigo en la mayoría de la sociedad, ni siquiera al principio, cuando el presidente Virgilio Barco y su pupilo César Gaviria intentaron promover una excepción a la Constitución vigente a fin de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente. A la menor brevedad y con el menor costo político, pretendían ambos encontrar el escenario propicio para reestructurar el Estado y cambiar de raíz el ordenamiento jurídico, dos pasos necesarios para matricular a Colombia en la apertura económica y, con ello, constitucionalizar la estrategia lanzada por  Estados Unidos para América Latina y resumida en los planteamientos del Consenso de Washington.

La propuesta tuvo acogida entre la mayoría de la clase política tradicional,  como también en el sector de la izquierda que venía de un proceso de desmovilización. Ambos, conjuntamente, abanderaron un discurso pluralista y de reconciliación que la justificaba y, a cambio de una extensa carta de derechos, calificada de progresista, cedieron ante un modelo de desarrollo que contradecía el mismo Estado Social de Derecho que creyeron conquistar.

Pero que el Pacto Político se viera acompañado por un sector de izquierda no cambia para nada el hecho de que el acuerdo haya sido elaborado por una elite política excluyente. El M-19 era consciente de que su participación mostraría como incluyente un Pacto Político que en realidad terminó preservando “el statu quo, el sectarismo, el clientelismo moderno, y la exclusión” (Dávila Ladrón de Guevara, pág. 178). El grupo guerrillero, ahora desmovilizado, solo definió su participación una semana después de que el Presidente Gaviria nombrara a su máximo jefe como su Ministro de Salud. Sin independencia y sin autonomía, la AD M-19, que incluyó a liberales y conservadores en su lista a la Asamblea Nacional Constituyente (Dávila Ladrón de Guevara, pág. 178), tuvo en la práctica que acogerse a la dinámica impuesta por el oficialismo. Le tocó jugar en el terreno y bajo las reglas diseñadas por las dos colectividades tradicionales al mejor estilo del Frente Nacional: afianzando los pactos a punta de burocracia.

Para intentar probar que el proceso constituyente de 1991 no fue producto del clamor popular sino el resultado de las irregularidades urdidas por el Ejecutivo, se hizo un estudio que basa su metodología en el análisis histórico comparativo. Se cotejaron los hechos de la época con los argumentos oficiales que dieron origen a la Asamblea Nacional Constituyente. Para ello se analizaron documentos publicados en los Anales del Congreso (hoy Gaceta del H. Congreso), como también audios y videos originales de las sesiones de la Asamblea Nacional Constituyente, entrevistas con algunos constituyentes, noticias de los principales diarios, textos oficiales, tesis doctorales y artículos y libros que exponen temas sobre el origen de la Constitución de 1991.

Antes de abordar el tema principal, nos detendremos a analizar las tendencias más relevantes que se estaban configurando a escala mundial. Intentaremos identificar características comunes entre las distintas reformas aprobadas en América Latina y trataremos de descubrir la influencia que tuvo en ellas el Nuevo Orden Mundial impuesto por EU tras la caída del Muro de Berlín y el desmonte de la Unión Soviética.

Pero para responder si la Carta de 1991 fue una expresión legítima del Constituyente Primario o un mero producto del carácter excepcional del gobierno de Gaviria, debemos estudiar antes algunos conceptos básicos sobre la teoría del poder constituyente y analizar las formas como éste se ha manifestado históricamente para ver si esa manifestación del poder constituyente supone o no una ruptura con el ordenamiento jurídico vigente, esto es, si es poder constituyente originario o si es poder constituyente derivado.

El poder constituyente originario o primario, en su idea más básica, se puede presentar como la expresión del cuerpo político y social de un país en un contexto de grandes cambios políticos y sociales. Es el “el poder revolucionario”, tal como lo denominó la Corte Suprema de Justicia en 1957. También se suele presentar como poder constituyente originario la expresión de un sector de la sociedad que ha logrado imponerse por la fuerza, por lo general con la participación directa del aparato militar, declarando la ruptura del orden vigente e instaurando uno nuevo. Es lo característico de los golpes de Estado o de los gobiernos que imponen sus reformas apelando a las vías de hecho. Se lo conoce en la doctrina como poder constituyente originario irregular.

Cuando hablamos de poder constituyente derivado, es necesario distinguir igualmente dos acepciones: si es poder constituyente derivado regular o irregular. La primera se presenta cuando las instituciones emprenden las reformas constitucionales por los canales conducentes. La segunda supone en cambio la violación de la Carta Magna. Aun así, la reforma preserva los principios fundamentales de la anterior y sobre todo, mantiene su vigencia. Si quebranta sus reglas y principios y acaba derogándola,  podríamos hablar de una manifestación atípica de la teoría del poder constituyente. Es cuando el poder constituyente derivado declara la ruptura con el ordenamiento anterior y resurge como poder originario, lo que sería más una manifestación del poder constituyente irregular. Abordaremos el tema en el segundo capítulo.

En el tercer capítulo comenzaremos a repasar los hechos que antecedieron a la Constitución de 1991. Lo primero que haremos es estudiar el caso del llamado movimiento estudiantil y el origen de la séptima papeleta, para saber si realmente este fenómeno puede considerarse la voluntad de cambio de la nación entera.

En el cuarto capítulo estudiaremos el Decreto 927 de 1990, promulgado por el presidente Virgilio Barco para convocar la consulta del 27 de mayo, donde se le preguntaría al pueblo si estaba de acuerdo en reformar la Constitución. Estudiaremos después la Sentencia número 59 de la Corte Suprema de Justicia, que declaró la constitucionalidad del decreto pero determinando que sus efectos eran únicamente de contenido electoral. La Corte le otorgó entonces una facultad transitoria a la organización electoral para contabilizar unos votos el mismo día de las elecciones presidenciales.

Miraremos los resultados de la consulta y los resultados de las elecciones presidenciales que darían como ganador a César Gaviria Trujillo, pupilo y continuador del gobierno saliente. Se revisará el acuerdo político que impulsó el presidente electo con dos representantes de la clase política tradicional, los señores Álvaro Gómez Hurtado y Álvaro Villegas Moreno, ambos conservadores, y con un subordinado suyo, el ministro de Salud Antonio Navarro Wolf, desmovilizado de la guerrilla del M-19. Con base en este acuerdo, el Gobierno expidió el Decreto 1926 de 1990, mediante el cual convocó a una Asamblea Constitucional, norma que será también objeto de análisis.

Nos detendremos seguidamente en la Sentencia 138 de la Corte Suprema de Justicia, que declaró la constitucionalidad del Decreto 1926. Por su importancia histórica y por su rico contenido académico, haremos un estudio detallado del salvamento de voto de doce magistrados que se apartaron de la decisión mayoritaria.

Y para finalizar, estudiaremos en el capítulo 5 todos los detalles que rodearon las discusiones en la Asamblea Nacional Constituyente, desde que los 74 delegatarios quedaron elegidos el 9 de diciembre de 1990 hasta que proclamaron la nueva Constitución y le dieron paso al “congresito”.

Por último, una vez tengamos claro los conceptos del poder constituyente y repasados los hechos de manera objetiva, concluiremos si la nueva Constitución fue producto del Constituyente Primario o si, por el contrario, fue impuesta apelando a las vías de hecho por un presidente que supo manipular un discurso de paz en una sociedad cansada de tanta violencia y asqueada con la corrupción de la clase política tradicional. Fue aprovechando el clima de euforia propiciado por el acuerdo de paz con el M-19 como Gaviria hizo aprobar las reformas necesarias que requería la apertura económica. El gobierno resumió el triunfo con una frase célebre, “Bienvenidos al futuro”. Y todo, en un contexto de adormecimiento de una sociedad que nunca se pronunció de manera generalizada y se mantuvo más bien indiferente frente a los pactos suscritos por una elite política excluyente.

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