Tenga cuidado: cuando las opiniones médicas se visten de ciencia pueden tener efectos adversos. Esta advertencia debería ir como subtítulo en muchos artículos de reconocidas revistas médicas. Pero la mayoría de los profesionales de la salud no saben evaluar con objetividad la literatura “científica” o lo que simula serlo. Frecuentemente pensamos si salió en The Lancet o el New England Journal of Medicine debe ser verdad. Ni que decir de la persona común y corriente que no lee estas revistas y confía ciegamente en su médico. Aquí hay un peligro evidente. El Washington Post publicó recientemente una nota denunciando como tras la epidemia de abuso de opioides (drogas para el dolor como morfina y otras) en EE. UU. podría estar una corta carta al editor del New England Journal of Medicine en 1980.
Pocos años después de esa publicación estuve hospitalizado en una ciudad norteamericana tras una complicada cirugía. Al despertar de la anestesia me encontré con la cara de una guapa enfermera que me decía: Dr. Rovetto (yo era residente en ese hospital) si quiere orinar alce la mano izquierda, si tiene dolor alce la mano derecha porque tiene ordenada morfina ad libitum (la que necesitara para calmar el dolor). Luego pasé a un pabellón clínico para manejo del dolor y dejaron una bomba de morfina en mis manos. Entre curiosidad imprudente, como cualquier “adolescente” a quien le ofrecen una pepa rica. y dolor incipiente quizás me excedí en el uso del opiáceo. Hasta que vi, y no miento ni exagero, el puente de Brooklyn en la pared blanca de mi habitación. Ese puente se convirtió en dos geishas que con sus abanicos subían hacia el techo. Allí el techo blanco se convirtió en un batido de vainilla que caía mientras yo ascendía en medio de él. Tuve luego la certeza inexplicable que iba a ver a Dios cara a cara. Cerré los ojos, pedí papel y solicité que me retiraran todos los painkillers o sea drogas contra el dolor. Entonces pasé en unas seis horas a experimentar una ansiedad terrible con temblores y todo. Por estar cerca mi ventana al helipuerto del hospital no les hablo de los sudores y miedos que viví. Esa fue mi experiencia personal del exceso de opioides que se manejan rutinariamente en la práctica clínica estadounidense.
La corta carta a que se refiere el Washington Post afirmaba que los pacientes hospitalizados que habían recibido opioides en muy pocas ocasiones quedaban adictos a ellos. Quienes han ejercido medicina o se han entrenado en Norteamérica son testigos del uso liberal que se hace allí de los potentes analgésicos derivados del opio. Puede ser consecuencia del uso militar de ellos. Los EE. UU. se han involucrado en repetidas guerras desde la Civil hace siglo y medio y en todas ellas se ha recurrido a la morfina para tratar a los soldados heridos. Tanto que a la adicción a ella se le ha llamado la “enfermedad de los soldados”. Los aficionados a películas bélicas conocen unas pequeñas inyecciones con morfina (syrettes o agujetas desarrolladas por el laboratorio Squibb en la II Guerra Mundial) que los soldados usaban para ellos mismos o sus compañeros. El gobierno, las fuerzas armadas y la medicina académica afirmaron siempre que eso no llevaba después al abuso de drogas. Cualquiera que haya trabajado con veteranos sabe que es una población con frecuentes adicciones. El problema es complejo y sus causas múltiples pero el uso exagerado de opiáceos por autoridades médicas y militares pudo ser un factor importante.
Los aficionados a películas bélicas conocen
unas pequeñas inyecciones con morfina (syrettes)
que los soldados usaban para ellos mismos o sus compañeros
La carta de Porter y Jick tiene un solo párrafo. Afirmaban que tras estudiar 39 946 pacientes hospitalizados encontraron 11 882 que recibieron “narcóticos” y solo cuatro habían desarrollado una adicción “importante”. Según el Washington Post esta breve comunicación reforzó la opinión médica que se podía prescribir opiáceos en pacientes sin temor a volverlos adictos. Y ha sido citada más de 900 veces en artículos académicos.
Pero “Porter y Jick”, como es conocida la carta, no es una publicación que cumple los requisitos mínimos para ser llamada científica: no menciona dosis recibidas, no sigue los casos por tiempo largo, etc. Pero liberó la mano de los médicos para prescribir opioides. Sin tener en cuenta que se refería la carta a pacientes hospitalizados. Administrar opiáceos a pacientes ambulatorios con dolor crónico como un minero incapacitado o desempleado de las minas de carbón de West Virginia (que probablemente votó por Trump) es distinto. Hoy se está viviendo una epidemia de abuso y sobredosis de drogas contra el dolor en los EE. UU. Que tanto de este terrible problema se debe a la comunicación peligrosa de una opinión médica (¡una carta al editor!) no lo sabemos. Pero nos previene de creer todo lo que nos dicen o se publique sin evidencia científica.