Cuando Río de Janeiro ganó la sede de las Olimpíadas del 2016 todo era euforia, Brasil vivía una burbuja de buenas expectativas. El optimismo tenía fundamento, tanto que en el 2010, el año siguiente al de la designación, el PIB del país creció el 7,5 %. .
La dinámica estaba impulsada por el precio de los productos agrícolas y mineros. A estos venía a sumarse el buen comportamiento de la cotización del petróleo explotado off-shore, el cual alcanzó los $80 dólares por barril en esa época. Los pozos ubicados mar afuera, irrigaban la economía carioca por cuenta de los servicios en materia de exploración, logística y refinación.
En ese entonces había estabilidad macroeconómica, las políticas sociales de Presidente Lula Da Silva hacían disminuir el desempleo y la pobreza. Al mismo tiempo Petrobras se fortalecía, convirtiéndose en uno de los conglomerados de hidrocarburos más grandes del mundo. Las grandes obras de infraestructura ejecutadas con dineros públicos se extendían por todo el país.
Pasaron los años y cuando llegó el momento de afrontar la celebración de los Juegos Olímpicos, la situación económica había cambiado: caída de los precios internacionales de los comodities; corrupción galopante; inestabilidad en las instituciones y en las políticas; inflación persistente; reducción significativa del PIB; postergación de los emprendimientos. Petrobras, por ejemplo, congeló el programa de inversiones por valor de 32 000 millones de dólares que tenía previsto para el período 2015-2019. El asunto golpeó en forma irremediable la economía de la sede olímpica.
La negativa evolución de los ingresos condujo a una profunda crisis en las finanzas del estado de Río de Janeiro. Como consecuencia se han producido rezagos preocupantes para la culminación de las obras olímpicas. Esos atrasos tienen que ver con el velódromo, los estadios de tenis e hípica, entre otros escenarios. El metro tampoco cumplirá con su programa de construcción y menos aún lo hará el proyecto de descontaminación de la bahía de Guanabara. A lo anterior viene a sumarse el no pago oportuno de los salarios correspondientes a los funcionarios públicos, asunto que tiene en vilo al sistema de salud pública.
Se dirá que a este pastel envenenado solo le faltaba la cereza de una enfermedad epidémica para asustar a los deportistas y ahuyentar a los espectadores, quienes deberían llegar con su divisas a impulsar la maltrecha economía local. Pues bien, como es sabido esa eventualidad desafortunada también se presentó con los anuncios sobre el virus del Sika.
Con todo, los padecimientos descritos no constituyen el aspecto más sombrío de la sede olímpica. El asunto que en verdad preocupa está representado por la inseguridad generalizada. Río se ha convertido en una de las ciudades de mayor violencia en el planeta. Allá se ha vuelto incontenible la proliferación de homicidios, atracos y fleteos. Los asaltos a vehículos, restaurantes y transeúntes están a la orden del día. La fuerza pública no se salva de la arremetida del hampa. En el transcurso del presente año han caído asesinados cincuenta y cinco de sus efectivos. La mayoría en medio de las operaciones dirigidas contra el micro tráfico de las favelas.
A mi me tocó llevar una parte la semana pasada cuando turisteaba en la playa de Ipanema. En plena luz del día, frente a una multitud indiferente sufrí un “raponazo”. A kilómetros a la redondea no se observaba presencia de autoridad alguna. Recordé, entonces, que al llegar al aeropuerto un grupo de policías y bomberos se manifestaba reclamando los salarios impagos de los últimos dos meses.
Brasil es un gran país, con una envidiable plataforma productiva y es previsible que a pesar de las dificultades las olimpiadas se celebren sin contratiempo. El asunto importante para los colombianos es que la situación de Río en materia de seguridad ciudadana, representa una oportunidad de aprendizaje que debe analizarse detenidamente.
En Río convergen tres factores indeseables
que están presentes
en Bogotá, Medellín, Cali y Cartagena
En Rio convergen tres factores indeseables que están presentes en Bogotá, Medellín, Cali y Cartagena. Por un lado hay grandes poblaciones juveniles marginadas las cuales carecen de empleos y oportunidades para dar sentido a sus existencias. De otra parte las organizaciones delincuenciales dedicadas al micro tráfico y al sicariato han penetrado profundamente en sus tejidos sociales, generando fenómenos de pandillismo creciente. Finalmente, las estrategias de la fuerza pública no involucran a la población.
Evitar que las cosas pasen a mayores y se reproduzca aquí la tragedia de Río es desafío que demanda una estrategia integral. Se necesitan medidas de corte social como son aquellas encaminadas a llevar educación en valores a las familias y programas agresivos para la creación de empleos. Pero además es necesario asegurarse de que la fuerza pública es eficaz, cumple su cometido y logra la judicialización de los delincuentes. En ese orden de ideas se requiere una policía digna de la confianza de los ciudadanos, que trabaje con ellos y disponga de redes amplias de inteligencia.
La aproximación integral debe aplicarse sin demora en nuestro medio. Lo contrario sería naufragar como Río de Janeiro en una guerra abierta, sin más horizonte que el manejo ineficaz y sangriento de tipo militar.