En Colombia empezó la carrera presidencial con casi 60 aspirantes, donde hay una carrera de egos y de clanes políticos, que valida la tesis de que “hay mucho cacique y poco indio”, lo cual supone que en primera vuelta no habrá un ganador y como a la segunda, solo pasan dos, son necesarias alianzas y coaliciones. Ello supone aliarse con distintos y no con iguales, sobre bases de principios programáticos donde prime el interés colectivo y de largo plazo. Con razón se ha dicho que la política es el arte de sumar en una suerte de bloque histórico y no de dividir, al estilo de Maquiavelo, “Divide para reinar”. Esta última la conoce muy bien la oligarquía dominante, que la recuerda Alfonso López Michelsen en su novela cumbre Los Elegidos escrita hace casi 7 décadas.
Es la costumbre deliberada de la llamada “gente de bien”, que se arroga privilegios como resaltar su supremacía social, utilizar la mentira y la calumnia cómo una herramienta política y establecer acuerdos por conveniencia coyuntural, para alcanzar sus propósitos. Esta oligarquía colombiana ambiciosa reza los domingos y se arrodilla ante los Estados Unidos todo el tiempo. “La práctica de un catolicismo centrado en la adoración de imágenes y la celebración con opulencia de ritos y sacramentos religiosos para figurar en la sección social de los periódicos (de su propiedad), el afán de incrementar desmesuradamente la riqueza y el deseo de alcanzar posición y poder que asegure un lugar privilegiado son otros rasgos de la “gente bien.” Estos están representados en los partidos de derecha que no respetan la división de poderes consagrado en nuestro ordenamiento constitucional, glorificando al presidente en cabeza propia o en “cuerpo ajeno”, convertido en monarca o pequeño emperador.
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La oligarquía colombiana ambiciosa reza los domingos y se arrodilla ante los Estados Unidos todo el tiempo
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Pero nuestra carta magna contempla el Poder Legislativo, conformado por Senado y Cámara, que son quienes aprueban o derogan las leyes que trascienden al gobierno de turno, pues la ley está pensada para velar por el interés colectivo de los ciudadanos a largo plazo. A su vez ejerce el control político, cómo “facultad contemplada en la Constitución Política y en la Ley 5ª de 1992 mediante la cual se confiere al Congreso la vigilancia a las acciones y/u omisiones de funcionarios del Estado en particular del Poder ejecutivo y de requerir información acerca de sus funciones y desarrollo de las mismas”.
Tal parece que nuestros congresistas no cumplen, por ignorancia o por conveniencia, el enorme poder que le confiere la Constitución y el pueblo, traicionando así la representatividad y confianza que le otorga el elector primario, y de espaldas a la crisis económica y social que vivimos. Hoy más que nunca se necesitan parlamentarios con ética, experiencia, formación superior, que se comporten como estadistas para superar la sensación de un Estado fallido o que “el ser colombiano sea un acto de fe” (Borges), para alcanzar una Colombia con futuro. ¿Qué nos impide tener un buen Congreso? Entre las varias respuestas “la corrupción del narcotráfico, que ha estado ligada a esa clase terrateniente, semifeudal que no quiere transitar a la modernidad y que ha financiado desde campañas presidenciales con los llamados dineros calientes a todo un entramado de sobornos de los narcotraficantes a congresistas, políticos regionales, funcionarios públicos y miembros de la Fuerzas Armadas y de la Policía”. (Gustavo Duncan, El Tiempo 13/09/21). Pero la corrupción tiene múltiples caras que pasan por los llamados carteles de la toga, de los contratistas, que buscan evadir la justicia y las investigaciones que se inician en las Altas Cortes y que pasen a los organismos de control, previamente cooptados y sus casos queden archivados o absueltos (Odebrecht, Agro ingreso seguro). Ejemplo reciente de ello se evidenció en el Mintic con la hoy exministra Karen Abudinen, que luego de múltiples tretas evadió el control político del congreso con su renuncia, aunque en el imaginario colectivo su apellido se asocia con robo y corrupción. La arrogancia del poder no tiene límites, daña la confianza de las instituciones, pues nadie debe estar por encima de la ley.
La ausencia de programas en los partidos políticos, el surgimiento de nuevas agrupaciones y famiempresas políticas, facilita el transfuguismo, que al igual que en el deporte pueden cambiar de camiseta, de los compromisos adquiridos en campaña, dependiendo del mejor postor o de la llamada mermelada.
Pero, también hay una responsabilidad en el elector de ejercer su derecho al voto de manera consciente, lo que supone un nivel de cultura política que no hipoteca su presente ni el futuro de sus hijos por una dadiva transitoria; y es allí donde ciertos personajes encajan con la figura del político tradicional, que funge como agitador de masas y un populismo irresponsable, que manipula su pobreza, su miseria, falta de oportunidades y hasta sus creencias religiosas. No olvidemos que Colombia es un Estado laico, que después de patronatos, guerras civiles, expulsión de los jesuitas, Estado confesional, y el concordato, se estableció con la Constitución de 1991, la libertad de profesar o no cualquier credo, y por lo tanto la neutralidad de las autoridades en materia religiosa. Adicionalmente con la Ley 133 de 1994, el Estado se convirtió en promotor de religiones con el incentivo de las exenciones tributarias, reconociendo a más de 850 iglesias, en detrimento de la religión católica.
También es refrescante recordar que hubo personajes cómo Virgilio Barco o Alfonso López, que con la figura y formación de profesores universitarios, tecnócratas calificados se hayan educado, como dirán los jóvenes no en “habladores de carreta”, sino cómo hombres con rigor en la exposición y el desarrollo de las ideas humanistas, con disciplina intelectual, que los lleva a conocer los problemas del país yendo a la estructura, alejados del populismo lo cual también explica, el que no todos aspiraban a la presidencia o al Congreso con tanta facilidad como ahora, donde basta tener un aval, un pequeño mercado cautivo, y un ego exorbitante
Como venimos de decir, Colombia necesita renovar su Congreso, conectado con las grandes movilizaciones de protesta iniciadas el año pasado, que pese a algunos logros (caída de reforma tributaria, del minhacienda Carrasquilla, Matrícula Cero), continúa la pandemia del desempleo, la pobreza, la desigualdad y la corrupción. Por fortuna la del covid-19 comienza a ceder luego de los miles de contagiados y muertos, producto de la vacuna y del compromiso de los profesionales de la salud.
Entonces no es solo el ejecutivo el importante, sino quienes serán los nuevos legisladores, claves en los roles de los pesos y contrapesos, del control político y de cómo transitamos a la modernidad con una auténtica democracia económica y política.
In Memoriam: Como un homenaje al autor de Sin Remedio e Historia de Colombia y sus Oligarquías (2018), recordemos que para él “los dos personajes más influyentes en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX fueron un delincuente político y un delincuente común. Un guerrillero comunista y un mafioso convertido en el sexto hombre más rico del mundo. Estos a su manera pusieron y quitaron presidentes de la república, inclinaron la economía nacional y transformaron las costumbres y las leyes del país. Del mafioso viene la frase de cómo se corrompió definitivamente la justicia: “Plata o Plomo”, es decir soborno o asesinato. Del guerrillero como se corrompió o se siguió corrompiendo la política: “Combinación de todas las formas de lucha”. (Antonio Caballero, Pág. 389)
Ricardo J. Mosquera, Estudiante U. Andes – Asistente de investigación