Leyendo al buen Ricardo Silva descubrí algo impensable: que mi opaca generación – esa del rodadero de la Pizza Nostra de Unicentro – era digna de un libro bello y profundo sobre la humanidad y sus meandros. Es cierto: en su Historia oficial del amor están plasmados con decoro y no poca poesía, los relatos de quienes, como yo, acuñaron la vida entre los ojos de una Omaira perdida en el fango, los fragores de la séptima papeleta y el traqueteo de las armas que defienden la democracia, maestro. En esas páginas que están escritas con fuego, se encuentra planteado un interrogante esencial. El del aporte que realizará esta generación de transición, tan incómodamente ubicada entre quienes protagonizaron la rebeldía revolucionaria de los sesenta, y los llamados a encarnar los ideales de una sociedad más sostenible en lo ambiental y más respetuosa de los derechos.
Duro planteamiento. No solo porque hemos demostrado nuestra capacidad de convivir por décadas con prácticas tan decadentes como la cultura traqueta, la pasividad y el consumismo, sino porque el antecedente con el que medimos nuestros logros es francamente admirable. Que sea esta línea un sencillo reconocimiento a esa generación que nos crio a trancazos y con generosidad, con la firme convicción de que era posible construir un mundo con justicia social y mayor igualdad.
Yo, que fui al libro criado en una habitación que era en verdad una biblioteca, tuve por compañeros de días lluviosos a Marx y su Capital, al Libro rojo de Mao y a la Introducción a la guerra de guerrillas. Fui testigo de reuniones sindicales y de discusiones apasionadas sobre la economía justa. Escuché sin cansancio los lamentos hechos canción de Víctor Jara y fui comprendiendo lentamente el sentido que tiene esa Playa Girón de Silvio Rodríguez. Y con ella comprendí que la nuez de esa generación, que fue la de mi madre y mi padre, está en la pregunta planteada de modo simple: Si alguien roba comida y después da la vida, ¿qué hacer?... ¿Hasta dónde debemos practicar las verdades?
Como reacción natural, y honrando ese pasado de utopía, asistí gracias a la tecnología al funeral de Fidel, escuché los discursos allí dichos y leí con detalle varios de los artículos que se escribieron para celebrar su memoria. En todos ellos la misma imagen. La del rebelde. La del visionario que desafía el orden establecido, la del irreverente que invita al cambio. La del valiente. Y armando ese difuso rompecabezas que es la memoria en el presente, otros rasgos que, para mi extrañeza, se mencionan con orgullo: nunca cedió, nunca se arrodilló, nadie – ni el imperio – pudo con él. Triunfó sobre la muerte; trascendió; está al lado de Bolívar.
Como lo sugiriera Herder en varios textos que son lectura obligatoria para los historiadores en América Latina, con Fidel murió uno que fue la encarnación del “espíritu de su tiempo”. Y esa es su quintaesencia. No tanto sus logros o fracasos, cuya valoración actual depende de la matriz ideológica de quien los emite, sino representar el zeitgeist, ese conjunto de valores, creencias, y símbolos que definen una época. Ese ethos tan propio de su generación. Sobre este, un par de comentarios.
El primero tiene que ver con la noción de vida como lucha y combate. En una ética plagada de referencias militares, en la que los ideales son superiores a los amigos y la coincidencia más relevante es sobre la interpretación del mundo, el compañero se hace tal cuando te acompaña en tu lucha. Porque ninguna vida tiene sentido si no es la expresión de un combate. Me impresiona enormemente escuchar a la joven Camila Vallejo, desde el púlpito del comunismo chileno, aupando a los jóvenes de Latinoamérica a combatir sin desfallecer y a hacerlo sin pausa. Vivir con sentido es emprender un combate.
Mi segunda referencia está relacionada con la importancia que tiene descubrir la “verdad” y obrar en consecuencia de ella. Que el capitalismo es la expresión de las élites perversas y que el deseo que tienen estas es perpetuar la ignorancia del pueblo, no es sólo la realidad, sino que ella impone el comportamiento rebelde, en lucha contra la estructura de la tiranía. Resulta cuando menos chocante que ese genuino deseo de ayuda está casi siempre acompasado por la superioridad moral que supone comprender cómo funciona verdaderamente
Invocar la violencia para que exista la concordia,
nos recuerda que esta guerra que vivimos,
esta de los ocho millones de víctimas, es nuestra propia hija
Ambos rasgos, tan propios de las visiones materialistas, tienen una terrible contracara. Justifican de un modo u otro, la eliminación o la negación del contrario. Ya sea como resultado natural de un sacudir las estructuras, o como la justa causa que se encarna en la consciencia histórica del progreso. Y esa precisamente es la gran paradoja del ethos revolucionario. Hasta la victoria siempre, patria o muerte dicen algunos todavía. Aceptar la muerte para que haya vida. Invocar la violencia para que exista la concordia. No es menor este asunto. Nos recuerda que esta guerra que vivimos, esta de los ocho millones de víctimas, es nuestra propia hija.
La deuda más grande que tengo con alguien, la tengo con esa pareja que se enamoró entre el fragor revolucionario de la lucha obrera y la educación popular. Con esos que en un arrebato de afecto se llamaron uno a otro “Ojitos de Comité Central” mientras hacían planes para un futuro juntos. Pero mi deuda no se debe solo a que ellos nos criaron a mi hermano y a mi dando lo mejor de sí en cada momento, sino a que, de manera consciente y medio de un torbellino acelerado, tomaron la decisión de frenar en sus actos y palabras la invitación a la violencia que era tan común en esos días. Y eso es mi mayor lección. Mi horizonte moral. Y esa creo que es la invitación y el desafío de nuestra generación confundida y sin Fideles. Bregar a tener un mejor mundo en que vivir, sin que la anulación del otro haga parte de la ecuación.
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