En la mañana de la noche del día de las velitas de diciembre de 1966, me encontraba sentado en un taburete en la cocina de la casa viendo a mi abuela Rosa hacer horchata de ajonjolí, cuando se coló por la ventana del patio un abejorro negro de bandas amarillas, y al zumbarle a su alrededor dijo: hoy viene visita; como diez minutos después, entró por la puerta una libélula hembra —por el color marrón amarillento oliváceo en el abdomen—, dio una vuelta por la estancia y salió por la ventana, entonces agregó: y trae regalos.
Como a las diez de la mañana, llegó con un rallador metálico como regalo don José Manuel, de unos 49 años de edad, alto, de contextura corpulenta y voz fuerte; siempre se presentaba con cualquier detalle cuando venía de vacaciones en el mes de diciembre, para luego devolverse en enero el día siguiente al de Reyes Magos.
Era un hombre humilde, generoso, dinámico y servicial como ninguno otro por mí conocido, siempre dispuesto a aportar a las colectas que él mismo lideraba para ayudar a solucionar las apremiantes urgencias de los empobrecidos del barrio; tenía un poder de convocatoria inigualable para las campañas de solidaridad, que ninguna familia pudiente del sector se negaba a contribuir con la misma. Con don Chico Díaz y don Napoleón Escudero, inició en la década del sesenta la tradición de la fiesta comunal de vecinos el día 24 de diciembre, la cual se celebraba en la placita ubicada bajando la loma de la Clínica Magdalena, frente a la cerca de cañas del patio de Victoriana y Josefa Bossio, donde una noche buena, plagiando la canción de Carlos Huertas, conocí al Mono Bertel y Merejo Viloria, los gaiteros de más renombre.
Llevaba más de quince años de estar trabajando como obrero en la explotación de pozos petroleros, inicialmente con la Shell Cóndor, y al final con la Tropical Oil Company —la Troco—, como le decía. Con sus espléndidos ingresos económicos construyó su amplia casa familiar, de ladrillos repellados con cemento, a la cual le adicionó tres habitaciones en el patio para hospedar a sus paisanos del corregimiento la Pascuala cuando por diligencias varias se los cogía la noche en la cabecera municipal. Y, cuando era por hospitalización de familiares, ahí podían quedarse el tiempo que quisieran, sin ningún reparo o mala cara de su parte, ni de la niña Juana su mujer.
Tenía apenas dos semanas de haber llegado al pueblo, cuando un lunes por la tarde de ese diciembre de 1966 se encontraba sentado en una mecedora de mimbre, elaborada por artesanos momposinos, ubicada sobre el andén de su casa, y se le acercó Severo ofreciéndole la lotería; al principio le dijo que no, pero frente a la insistencia de aquel le compró un billete de la de Bolívar. Al día siguiente, como a las cinco de la mañana le estaba tocando la puerta el lotero para decirle que se había ganado el premio mayor.
Por la emoción y ansiedad que le produjo la buena noticia, ni siquiera desayunó ese día, pues le parecía tarde para ir a la agencia de lotería a cobrar el premio. Apenas hizo efectivo el cheque que le entregaron, se volvió loco con la plata; lo primero fue ir al almacén JGlottman donde compró nevera y estufa nuevas, además de una radiola que era la novedad tecnológica y sensación del momento; después compró un bus a un sampedrense, el cual destinó a prestar el servicio intermunicipal de transporte entre el pueblo y Sincelejo; en la Pascuala adquirió una finquita, en el barrio Miraflores compró una casa, y en el barrio Santa Rita otra más.
Por no estar la señora Matilde, de quien se decía que era bruja, conforme con la bonificación que su hijo Severo había recibido de parte de él, por venderle el billete de lotería que resultó premiado, se le presentó una tarde a su casa para reclamarle una mayor cantidad de dinero que le alcanzara para comprar una casa; al negarse a ello, por considerar que le había dado incluso más de lo que correspondía en estos casos, aquélla se arrodilló en el centro de la sala, lo maldijo y remató diciéndole que haría que esa plata se la llevara el diablo y lo dejara arruinado.
Como ya era millonario, don José Manuel decidió no seguir trabajando como asalariado y convertirse en comerciante; fue así que esta vez regresó a Barrancabermeja con el único propósito de presentarle su renuncia a la Troco.
De vuelta acá en el pueblo, se dedicó a comprar y vender cuanta cosa le dijeran que era buen negocio. Por su ingenuidad, confianza sin límites en las personas y, sobre todo, no tener las habilidades requeridas para cada actividad que emprendía, en vez de ganar, perdía plata; y así transcurrieron sus últimos cinco años de vida en los cuales tuvo que vender todos los bienes que había adquirido con la fortuna ganada con la lotería.
Con el dinero recibido por la última venta que hizo, se fue ese día jueves a las orillas del río a buscar alguna actividad comercial que le permitiera mantener en movimiento esos recursos económicos requeridos para atender las necesidades de su familia; ahí se le apareció un desconocido quien lo engatusó hablándole sobre las buenas ganancias que dejaba la de comprar marranos en el corregimiento de Puerto Rico, traerlos a la cabecera municipal en la lancha la Piragua de don Darío Macías, la cual arribaba al puerto todos los lunes, y venderlos a los matarifes del mercado Baracoa.
Entusiasmado con ese pintado y coloreado negocio, le entregó al desconocido toda la plata que tenía y lo acompañó a subirse en la barca. A partir del siguiente, todos los lunes iba al puerto a esperar la piara de cerdos que le traería su improvisado socio, sin que la misma llegara. Así habían transcurrido cinco meses, cuando después de su acostumbrada charla nocturna en el patio de su casa con don Rafa, el curandero de mordeduras de culebras del pueblo, a quien por su estado de indigencia había acogido en su residencia, se acostó y se quedó para siempre dormido en el sueño profundo.
Durante una de las noches del velorio, el ñato Jairo, hijo mayor extramatrimonial del difunto, le preguntó a don Rafa sobre qué había hablado con su papá la noche antes de su muerte, y aquel le respondió: sobre la historia de su vida y, al final, cuando se levantó del taburete para irse a la cama, dijo: ¡Ojalá nunca me hubiera ganado esa maldita lotería!