Rigo caminó hacia el podio con la convicción que da la honestidad. Ascendió con un donaire puro, ese que solo son capaces de transpirar los hombres de honor; atrapado en una sonrisa que rubricaba un deber cumplido consigo mismo. Rebosaba. Llevaba engarzadas en su jersey verde del Cannondale las charreteras que a pedalazo limpio se permitió recamar. La constancia y el coraje de este legionario del honor a quien muchos desahuciamos son una bofetada de alerta a un país encrucijado y que pareciera no ver opciones de mejores días . Lo digo por lo que encarnan hombres buenos como Rigo en medio del caos moral, político y social que nos circunda. Hombres diáfanos, íntegros y espontáneos, que no sufren el antifaz del doble discurso con que algunos ocultan la ruindad y la perversión. Ni los gruñidos de trinos ensoberbecidos, como de hienas sedientas de poder. Ni las farsas que otros tantos le venden al país cada vez que tiran un discurso.
Ignoro si Rigo entendía las arengas protocolarias en francés del presentador o las sentidas palabras de Christopher Froome en inglés. Solo pude discernir en él la compostura de un testigo auténtico de su propia gloria, así no fuera el campeón. El resuello satisfecho de un luchador que se encaramó a un pedestal que nadie le había deparado.
Mientras la escena se agigantaba en la pantalla del televisor y una caravana de colombianos en las improvisadas tribunas más que cantar, gritaban "oh gloria inmarcesible, oh júbilo inmortal, en surco de dolores el bien germina ya", en mi abstracción penetró raudo el rostro ajado de Nairo Quintana, el ciclista colombiano más emblemático y caído en desgracia en este Tour. Esta vez no visitó el podio y ni siquiera se asomó a la lista de los diez mejores. Las cámaras y los micrófonos lo ignoraron por completo y solo estuvieron con él los dolores que a dentelladas le maceraron las piernas. Pero sufrir con la gallardía que lo hizo Nairo en esta carrera le confiere la más nutrida certificación de grandeza. Su humildad y prudencia incuestionables obedecen al retrato de otro colombiano valiente, excelso y construido sin fisuras morales. Persuadido de la más grande vergüenza deportiva, de esa vergüenza que adolecen tantos rufianes en sus capitolios.
Rigo y Nairo no tienen el chasis del que gozan la mayoría de europeos, ni la cara adónica de los que triunfan en la carpa holliwoodense. Son enjutos y bajitos. De rasgos caprichos. Pero tienen el alma grande, tan enorme que al mínimo pedaleo tiende a escapárseles por los poros. Están hechos del ímpetu y arrojo con que se surte a los hombres de veras buenos de este país. De la dignidad con que sueltan cada jadeo ascendiendo el Col du Galibier los Atapuma, Pantano, Henao, Betancur y Cháves. De la hidalguía con que se levantan después de cada caída, no sin antes dejar jirones de piel y de tela en el asfalto.
Ellos son la impronta genuina de un país bueno, que pervive entreverado en los escombros de un estado decadente, bipolar. Constituyen el eslabón perdido de un pueblo que sueña bien, y que sabe hacer el bien.
Gracias Rigo. Gracias Nairo. Gracias todos, muchachos. Por unos días me hicieron olvidar de la vorágine corrompida en la que los políticos desollan el país. De la jauría abyecta con que insinúan sus precandidaturas. De las guaridas gubernativas desde donde esquilman el erario público; de los solios desde donde imparten impunidad al postor de turno. Ojalá hubiera Tour todos los días. Al menos así enmudecería a las hienas.