Odio a los marihuaneros, maldita sea, los odio con fervor. Decía Henry Miller que hay que ser muy judío para odiar a los judíos y así me siento con los marihuaneros. Y eso que la probé a los 18, la edad en la que termina de formarse el cerebro, y desde ahí me acompaña en cada película, en cada libro, en cada evento feliz de mi vida. Pero de ahí a hablar como Andrea Echeverry y decir que me follo en ayunas a la Pachamama haciendo el antiquísimo ritual del yurupary sí que hay un trecho muy largo.
Yo no sé por qué todos los marihuaneros que conozco tienen que hablar como Julio Correal, como Andrea Echeverry o como Fico, dependiendo del estrato social o intelectual al que pertenezcan. ¿Cuál es la vaina que se fuman un pipazo y se creen especiales, visionarios, veganos y bicicleteros? Cuando arranqué la universidad les creía. Me parecía que ser baretero a finales de los noventa en Cúcuta era una declaración de los principios. En esos años a los pelados los quebraban los paracos por llevar mochila terciada, el pelo largo y los dedos amarillos de tanto matar patas de porro. Era el Bloque Fronteras y sus tropas asesinaron a 39 personas el 19 de mayo de 1999 en La Gabarra. Mancuso y sus hombres se querían tomar el Catatumbo. En La Gabarra las Farc recogían 36 millones de dólares trimestrales traficando coca al lado del río. Los paras, ayudados por el general Matamoros del glorioso Ejército Nacional, se quedaron con el negocio. Las Farc salieron corriendo y dejaron sola a la población. Camilo, comandante de las AUC en el Catatumbo, mataba porque sí o porque no. Cuentan que mató en una noche a dos de sus amantes. Las cosas que hace un hombre borracho y con un arma. El Iguano, otro comandante, puso en la zona de Juan Frio, al lado del río Táchira, frontera con Venezuela, dos hornos crematorios donde fundieron más de trescientos cadáveres. Nadie dijo nada y hasta el alcalde sabía. Cúcuta era la base de operaciones, allí vivían los hombres de confianza de Mancuso. Hicieron dos centros comerciales para no aburrirse y dos barrios de casas amplias y con palmeras.
Entonces, si, fumar marihuana en Cúcuta un mediodía de finales de los noventa era algo parecido a ser guerrillero. Hay que estar muerto para tener 20 años y no disfrutar de un chute de dopamina. No hay droga más deliciosa que el miedo. Pero después se convirtió en un símbolo de sofisticación, cuando comenzaron a llegar todas esas comedias de Seth Rogen a finales de la década del 10 mostrándonos que los gringos, al haber domesticado la planta a su antojo, habían creado flores más potentes. Legalizaron en todo lado y ahora es símbolo de estatus social. Entonces, como todo llega tarde a esta provincia llamada Bogotá, se creó un mutante, una especie de hijo de Manu Chao y Andrea Echeverry, que es bueno, que tiene perritos recogidos de la calle, horrendos y sarnosos, que aman a Francia Márquez, que no hacen popó ni chichí, que creen que todos los uribistas son paracos y asesinos, que tienen papás ricos y no trabajan y están orgullosos de no vivir dentro del sistema, que no tienen esposas sino compañeras, que hacen orgías, que no beben. Son abstemios vegetarianos y animalistas como Hitler. Se creen la verga, por supuesto. Nada puede llenar el enorme vacío que hay en su cabeza. No leen, no ven, solo contemplan. Vagos de mierda.
Y hoy, para colmo, celebran su maldito día, y muestran sus planticas y suben fotos chamuscándose los labios con el último plon de su patica. Un marihuanero que se siente diferente porque es marihuanero es tan aberrante como un homosexual que se crea superior a un heterosexual o un blanco que tenga afiches del Doctor Menguele en su cuarto. Además, si fumo marihuana es para individualizarme, para tener el placer de escaparme de la realidad, de los colectivos, para sentirme único y en silencio en medio del universo. Que nadie me escupa al oído lo sublime que es sorber el humo de los dioses. Parafraseando a Groucho Marx no puedo pertenecer a un grupo que me acepte a mi como miembro.