A mis siete años cuando cumplía ese rito llamado “primera comunión” confesé, con voz temblorosa, mentir. Al mismo tiempo que entendí que para tener una sana conversación con un adulto no se debe por ningún motivo decir toda la verdad. Pero ya antes de eso, mentir por todo motivo me había parecido una buena idea.
No se trataba de mentir para escapar, ni por desconocer, ni para olvidar el mundo, ni por miedo. Mentir porque se desprecia la verdad. Mentir para construir una ficción personal y trabajar por ella. Crearle pequeñas mentiras a esa ficción y no solo decirlas, sino actuaras, vivirlas y ver como van creciendo. Serle fiel a los propios engaños.
Entrenar para lograrlo. Ir inventando cosas en el camino y descubrir como te vas volviendo creativo, listo con las palabras y de pensamiento ágil. Mentir en lo simple para poder mentir en lo complejo, adquirir habilidad y usarla con cuidado; pues es lo único que le dará coherencia a las conversaciones, bases sólidas a las excusas, confianza ante la sospecha y tranquilidad ante la preocupación innecesaria.
La verdad es demasiado absurda como para ser contada, demasiado falsa como para ser creída. La verdad es para cobardes que solo creen en lo que ven y justifican en ella todo su artificio.
Mentirlo todo pero mentirlo bien. Mentir porque si, mentir porque no. Hacerlo, porque la mentira nos hará libres. Para traerle realidad a este mundo de mentiras. Mentir en cada detalle y en cada acto hasta que la mentira sea parte de uno mismo y cuando menos se piense, deje de ser ya una ficción.