Y entre estas de los constituyentes de 1991, que al calor de los cambios que necesitaba la nación permitieron que en la constitución del mismo año se introdujera, sin flechas ni actos de fe que rememoraran el pasado, un dogma que por sus alcances y forma de imposición superaba todos los que querían enmendarse de la sacrosanta constitución de 1886 que la precediera.
Y fue el dogma del mercado, entendiéndose por tal el resultado de la interacción puramente formal de 3 funciones económicas: la oferta, la demanda y el precio; en la que tanto quienes compran como quienes venden terminarían ganando. Y su modo de imposición que no era menos teórico y determinante, pues a la par del incremento desmesurado de la información —que permitieron los medios electrónicos e inspiraron la globalización— justificaron una liberalización también de la economía, entendida esta como la eliminación de las barreras que limitaban la reproducción del capital.
Ficciones ambas ajenas a cualquier interpretación y aplicación de la economía a la realidad y menos al bienestar de la humanidad, pues hace rato aquella había desaparecido como tal para convertirse solo en la ciencia de la acumulación del capital, y la hábil asimilación con el entorno global apenas fue instrumento para la radicalización de ese objetivo, puesto en entredicho por la acción estatal que le había precedido.
Argucias mentales que bastaron para que convencieran en exceso a los dirigentes de los países subdesarrollados —por lo demás poco aficionados a pensar y menos a obrar por su cuenta— de que la solución al atraso eterno de los países —donde apaciblemente rentaban— consistía en levantar las talanqueras que impedían el funcionamiento normal del capitalismo. Que no era otra cosa que facilitar que las multinacionales y capitales golondrina de los países ricos, sin importar de qué lado del mercado actuaran, tuvieran las manos libres para intervenir en los escuálidos mercados de los débiles para que de hecho saliéramos ganando, trayendo la riqueza y prosperidad que hasta entonces —1991, para el caso colombiano— nos habían sido ajenas.
No fue óbice para morder el anzuelo que compatriotas destacados, entre ellos nuestros maduros constituyentes, hubieran sido testigos directos en 1973 —casi 20 años atrás— de que la implantación de la doctrina neoliberal en Chile se había hecho a sangre y fuego bajo la dictadura del general Augusto Pinochet, por un equipo de economistas preparados —o mejor arrobados, dado su carácter de irrefrenables prosélitos— en la Universidad de Chicago, que tuvieron a bien poner a marchar entre las balas y matanzas de sus conciudadanos el nuevo credo.
Que recogido en el Consenso de Washington se recibió como primera comunión por parte de nuestros principales economistas, para que una vez elegidos a la Magna Asamblea, armaran según su espíritu la estructura de la constitución, mientras los políticos, conducidos por algún espíritu convencido de la iniquidad que traía la parte económica, le adjuntaron viejas reivindicaciones étnicas y sociales y la dotaron de herramientas legales importantes para que el efecto revulsivo no resultara desde el comienzo mortal, y poder hablar, al menos al comienzo, de una constitución mejor a la conservadurista que remplazaba.
Asistimos hoy, después de 30 años de aguantarla, a la dura realidad de que Colombia ya no tiene con qué asumir los resultados deficitarios que le quedan del sistema. Su aparato productivo estancado es incapaz de generar las exportaciones necesarias para mantener una balanza comercial favorable ni cubrir el desempleo interno, y el presupuesto anual los pagos de una deuda acrecida que le impide la prestación de los servicios públicos más elementales a todos sus ciudadanos, la mayoría de los cuales se han precipitado, al parecer sin remedio, en la pobreza y la miseria.
El dogma simplemente nos ha llevado a la inviabilidad y traído de un lado la posibilidad del incumplimiento a las reglas financieras del sistema, y del otro la explosión de la rabia represada de una ciudadanía que poco a poco ha tenido que sacrificar lo que tenía. Y que enfrenta encima de ello, la amenaza de una reforma tributaria cuya finalidad no es otra que pagar con sacrificios extremos el inevitable descuadre para continuar dentro del sistema que los ha estado aniquilando.
Ya Colombia había perdido su grado de inversión en 1999 y solo lo recuperó hasta 2011, basados en que las exportaciones aceptables de entonces permitirían un ingreso que le facilitarían los pagos para cumplir con la incrementada deuda. Sin embargo, la ilusión terminó en 2015 con la caída estrepitosa del precio del petróleo —que constituye más del 50% de las exportaciones del país— y de ahí para adelante todo han sido problemas agravados hasta volverse mayores gracias a la pandemia.
De ahí la sucesiva y cada vez más frecuente tramitación de reformas tributarias que no han logrado su cometido por el vacío fiscal que hay que llenar, y menos atenidos a que estos se resuelvan de improviso gracias a eventos, en buena parte circunstanciales, como altas demandas de materias primas por parte del exterior o altos precios del petróleo como nos sucediera en el reciente pasado.
Y lo más absurdo del problema es que nuestra clase dirigente, causante de toda la debacle, persiste en ignorar lo que está sucediendo. Mientras en Chile su gobierno —ante la primera manifestación de que su pueblo no aguantaba más, aceptó que el infortunio mostrado en las calles estaba en el sistema neoliberal— la nuestra aspira a permanecer en él, acusando una irresponsabilidad total con sus compatriotas y la suerte del país, pese a que sus clamores por equidad y esperanza están tan claros y generalizados.
Tampoco perciben que las crisis que amenazan a otros países hermanos como Ecuador, Perú, Paraguay, y los que vendrán, no obedece a directrices diferentes a las que nos han llevado a la crisis insoluble que afrontamos, ya que lamentablemente la casi totalidad de los países de Latinoamérica y el Caribe, o mejor sus sumisas élites, reciben como plácido rebaño el catecismo que les entregan los poderosos para perder a sus naciones.
Y lo peor es que cada minuto desperdiciado, en medio de la pandemia y el avance de la crisis climática nos hará más torpes para encontrar las raíces de nuestros males, así sean evidentes sus causas, y más atrevidos en buscar soluciones violentas de momento como fórmula para pretender ocultarlos cuando son de bulto, producto de la dependencia y mediocridad históricas con que nos han conducido durante siglos nuestros líderes.