Durante milenios la humanidad toleró un modo de producción en los hombros de los esclavos, una especie de propiedad parlante que generaba la riqueza social. Desde Mesopotamia, en la antigüedad, pasando por los imperios romano, egipcio y griego el esclavo producía el caudal necesario que permitió a una clase privilegiada acumular grandes y exorbitantes fortunas. En América, el aborigen fue considerado un esclavo más al servicio del imperio español.
Apenas ayer se proclamó en gran parte del mundo la manumisión de los esclavos, producto de un modelo económico desgastado y a todas luces inapropiado para los nuevos modelos de producción derivados de la irrupción de la máquina y la consecuente aparición de las fábricas. Se hacía necesario liberar la fuerza de trabajo para generar mayor dinamismo comercial y productivo en las ciudades. Aparece el obrero, que no es más que un esclavo al servicio de un empresario o industrial que, como en los viejos modelos económicos, es el que genera las reales ganancias y la acumulación de capital. Se libera al esclavo en condiciones de inequidad, sin condiciones de dignidad, sin vivienda, sin recursos que le faciliten su sustento cotidiano. Se ve obligado, nuevamente, a vender lo único que posee, su fuerza de trabajo a cambio de protección y un salario pírrico que lo mantiene en continua dependencia de un empresario. Del amo al patrón, de esclavo a obrero.
Hoy, en pleno siglo XXI, observamos atónitos cómo el obrero asalariado vive en condiciones tan deplorables como el esclavo, a pesar de que es él quien genera las riquezas y transforma la materia prima hasta convertirla en mercancía. Vive de un salario mínimo y, en muchos casos, de un estipendio que ni siquiera le permite cubrir sus necesidades básicas. Vive en la desgracia, en favelas, en condiciones de miseria, fomentando siempre los cinturones de miseria. Vende lo único que posee, su fuerza de trabajo, su capacidad de trabajo.
No existe una diferencia sustancial entre un obrero y un esclavo. Fuera de su aparente libertad, vive las mismas condiciones que sus predecesores parlantes. Cuenta con la ficticia autonomía de elegir su trabajo, de vivir en el sitio que elija o de educarse de la manera que considere conveniente. Nada más falso, vive donde le toca, trabaja donde pueda y no se educa, salvo las naturales excepciones del caso. Para nuestra sociedad es natural que existan los obreros, como lo fue el esclavo para la humanidad en el pasado. Era tan natural que organizaciones religiosas poseían esclavos y los sometían a todo tipo de improperios y vejaciones. Se comerciaba a los esclavos en plazas creadas para ello, se los feriaba, se los capturaba y remataba como un acto natural y civilizado.
Se hace necesario una nueva mirada que nos permita avanzar en el concepto de civilidad. El obrero debe ser considerado como un socio empresarial del capitalista y en consecuencia ser partícipe de las ganancias en proporciones de igualdad. Si es él el que genera las riquezas, debe también ser él quien las disfruta. Mientras no demos ese salto social continuaremos padeciendo los rigores de la inequidad social. Lo mismo acontece con un sector financiero que usufructúa el trabajo de los obreros mediante el cobro de onerosos intereses que generan exorbitantes ganancias para unos cuantos privilegiados.
Así como no fue natural ni cristiano la existencia de esclavos, tampoco es normal la presencia de obreros miserables y asalariados que generan grandes patrimonios. Llegó la hora de replantearnos esta dinámica social y empresarial. El obrero es, por derecho propio, el directo beneficiario de las riquezas que crea. Empresarios, industriales, capitalistas y banqueros son esclavistas modernos que se apropian indebidamente del capital social de sus obreros. Debe gestarse un modelo económico donde el hombre no esté al servicio del capitalismo y el industrialismo sea un instrumento de cultura y civilidad.