Pregunto por qué la carretera que conduce de Bosconia, en el Cesar, a Santa Marta, y por tanto también a Barranquilla y Cartagena, es una vía tan mala. Recuerdo haber viajado de Bogotá a la costa hace más de 40 años, cuando la ruta obligada era por Bucaramanga, en la que el mejor consuelo era contemplar el magnífico cañón del Chicamocha, pues el largo, estrecho y tortuoso recorrido era de miedo.
Pese a la irritante lentitud de las obras en Colombia, por fin inauguraron la ruta por el Magdalena Medio, casi paralela a la antigua vía férrea. Una hermosa autopista de doble calzada que, no obstante, conserva sucesivos trechos al estilo antiguo, sobre todo en las cercanías a Barrancabermeja. En adelante, con una que otra interrupción advertida por el aviso: Fin de doble calzada a 500 metros, con paciencia, se transita bien por ella.
Hasta llegar a Bosconia, un cruce estratégico. Ahí se atraviesa la carretera que viene de Plato y va a Valledupar, y por la que puede llegarse a Urabá. Siguiendo adelante podemos llegar a nuestras tres perlas del Caribe. No se puede negar que hay obras anunciando que algún día esa carretera, de casi 150 kilómetros hasta Santa Marta, será una doble calzada. Mientras se produce ese milagro, continúa siendo la misma vía angosta y peligrosa de medio siglo atrás.
Desesperante. Con buses y camiones gigantes a los que hay que ver cómo se pasa, arriesgando por la calzada contraria, por la que vienen también a toda velocidad toda clase de vehículos. Se trata de la carretera que conduce a los sitios turísticos más publicitados del país, la imagen perfecta de la clase dirigente y los gobiernos que se han sucedido en el poder durante más de un siglo. Indolentes y corruptos.
Seguramente ellos han viajado siempre en avión, ignorantes de los padecimientos de la gente que tiene que montarse en un bus, o, en el mejor de los casos, en sus vehículos particulares. Titánica la tarea de reemplazarlos por colombianos distintos, a los que le duelan de verdad la patria y su pueblo. Transitando por esa vía, no puedo dejar de pensar en cuánto ha costado la ilusión de cambiarlos.
Aparte de las víctimas mal contadas que perdieron la vida por cuenta del sangriento vendaval desatado desde los salones del poder político y social, de las que recién ahora están dando alguna noticia la JEP (6.402 asesinados por el Ejército Nacional en sus falsos positivos) y el Informe Final de la Comisión de la Verdad, deseo resaltar los alzados en armas ejecutados por enfrentar esa máquina de matar, los miles de guerreros desconocidos que cayeron impunemente.
En 1987, cuando hice mi curso básico de ingreso a las Farc, me acompañaban otros 40 cursantes. Salvo yo, ninguno de ellos sobrevivió al conflicto, fueron muriendo uno a uno. Como Octavio y Alcides, a quienes en cumplimiento de una tarea en el piedemonte de la Sierra Nevada de Santa Marta, la patrulla que los capturó y desarmó, terminó por matarlos a físico garrote. No había ante quién ni dónde denunciar, eran guerrilleros, menos que presas de caza.
En mis 30 años en filas conocí de múltiples casos por el estilo. Hasta el punto de que perecer de ese modo resultaba algo normal en la mentalidad guerrillera. La colgaron, decíamos con resignación, y a manera de advertencia de lo que nos sucedería si dábamos la mínima ocasión al enemigo. A Ignacio lo atraparon haciendo un cruce de exploración por el área del río Sogamoso. La tropa procedió a entregarlo a los paramilitares.
Tras un juicio público al que fue obligada a concurrir la población de la zona, fue asesinado de manera espantosa delante de todos. Un escarmiento. No quiero teñir de sangre estas letras, pero, obviamente, los casos así fueron muchos. Solo quiero señalar que, aunque haya quienes se molesten y apelen incluso al grito de ¡Revictimización!, la inmensa mayoría de los guerrilleros de las Farc creían con firmeza en su causa y estaban dispuestos a morir por ella.
Vi gente muy hermosa en proceso de reincorporación, mujeres y hombres que militan en Comunes
Esta se traducía en la paz y el buen vivir para las gentes pobres y humilladas de las que provenían, su pueblo, una palabra cargada del más bello de los sentimientos. Hablo de esto porque en mi viaje de fin de año a la costa, visité el espacio de reincorporación de Tierra Grata, en las estribaciones de la serranía del Perijá, a 40 minutos de Valledupar. Vi gente muy hermosa en proceso de reincorporación, mujeres y hombres que militan en Comunes.
Que mantienen viva la esperanza pese a tanta dificultad presentada, agradecidos con la comunidad internacional porque de los gobiernos que siguieron a la firma poco han recibido. Dan ganas de quedarse allí, por su inmensa calidad humana, por su lucha y sus logros, por sus sueños. Son muchos los que quedaron en el camino, pero los que sobrevivieron creen que como la vía a Santa Marta, un día se culminará la obra. Lo apuestan con su heroico ejemplo.