El triunfo de Donald Trump fue en buena parte resultado de una estrategia que torcía evidencias, lanzaba infundios contra el adversario y acudía a toda suerte de triquiñuelas. Pero su llegada al poder habría sido imposible de no contar con un auxiliador imprevisto. Nada más ni nada menos que el propio Barak Obama, cuyo desempeño contribuyó a generar el desastre electoral de su partido.
La Presidencia de Obama prueba que en la gestión de un Estado no es suficiente tener buenas ideas, regirse por principios, lucir magnanimidad y nobleza. El punto es que si no hay carácter, agallas y sentido del resultado las buenas intenciones no sirven, todo se evaporará en un santiamén.
No se ha visto una transición más sombría entre dos gobiernos que la registrada al término de la era Obama, cuando ya el melenudo millonario había sido elegido y era cierto que piedra tras piedra el legado del primero sería destruido. Situación similar se habría presentado cuando el Presidente Carter concluyó su mandato.
El discurso de Jimmy Carter se basaba en la prédica de los derechos humanos y su autoridad moral era innegable. Pero los electores sintieron que el antiguo pastor de Georgia estaba obrando con demasiada ingenuidad, permitiendo que el imperio se zarandeara y su autoestima cayera. Por eso decidieron no renovarle el mandato.
Y es que nada distinto podía acontecer cuando en opinión de lo votantes se había permitido la caída del Sha, abandonando Irán en manos del fundamentalismo chií. Tampoco podía ser diferente el epílogo al considerar la inacción frente al comunismo sandinista que por esos días se había apoderado de Nicaragua. Esto sin contar con el desastre económico generado por los altos precios del petróleo, asunto que implicó inflación de dos dígitos, estancamiento y crisis de confianza en las finanzas.
Lo anterior no fue todo. Por la época quedó al descubierto que en USA se estaba presentando un preocupante debilitamiento del aparato de inteligencia. Los norteamericanos contemplaron impotentes la forma cómo sin aviso previo, turbas de estudiantes islámicos se tomaban la embajada de su país en Teherán. También presenciaron la destrucción en el desierto de las naves y efectivos que deberían rescatar al personal de la legación diplomática.
Obama era un tipo simpático y buena onda, pero la lista de sus desaciertos es interminable. Comenzó creando un vacío de poder en Irak, Afganistán y Libia al eliminar o reducir a niveles deleznables la presencia militar de su país en la zona. Con ello catapultó la eficacia del fundamentalismo musulmán. La situación desbordada en la región llegó a producir episodios tan dramáticos como el asesinato del embajador norteamericano en Libia. En Siria, su diplomacia y su actitud militar fueron contradictorias y confusas, dejando otro hueco que rápidamente fue ocupado por Rusia. Entre tanto Putin hizo lo que le vino en gana en Ucrania y el sátrapa de Corea del Norte se movió a sus anchas. En todo ello apenas se escucharon tenues graznidos del águila gringa.
Putin hizo lo que le vino en gana en Ucrania,
el sátrapa de Corea del Norte se movió a sus anchas,
y apenas se escucharon tenues graznidos del águila gringa
Pero Obama tampoco pudo detener las deportaciones de inmigrantes, que en su período alcanzaron cifras sin precedente y mucho menos materializar el ofrecido cierre del presidio de Guantánamo, oprobio permanente para la consciencia universal.
Muchas de las acciones del gobierno de Obama procedieron de órdenes ejecutivas amarradas a la voluntad del gobernante y sin garantía de permanencia. Tal sucedió con la apertura hacia Cuba; la congelación de oleoductos para evitar el daño ambiental o la vinculación al Acuerdo Comercial Transpacífico. Estas iniciativas como las nuevas regulaciones migratorias, bien sea por desidia o por descuido no fueron llevadas al Congreso estadounidense cuando los demócratas contaban con mayor margen de maniobra en esa corporación.
Como si fuera poco el gobierno demócrata tuvo notorias dificultades para sintonizarse con amplios sectores del electorado. Nunca desplegó una estrategias para incorporar a los ciudadanos que iban quedando marginados por los avances de la apertura económica, y hasta los efectos del Obamacare sobre la gente fueron subestimados. Tanto así que en plena campaña electoral el expresidente Clinton se atrevió a expresar con relación a este sistema: los ciudadanos “terminan con sus primas de seguros multiplicadas por dos y su cobertura disminuida a la mitad”.
Sin embargo el colmo de la ingenuidad de Obama fue nombrar y mantener a cargo del FBI a James Comey, un firme republicano, quien tuvo a Hillary Clinton embadurnada hasta última hora con el cuento de los correos electrónicos, mientras que solo después de la derrota demócrata dio a conocer el verdadero alcance de la injerencia rusa en las elecciones.
Ahora estamos en manos de Trump. La realidad va siendo peor de lo que vislumbramos en la campaña. Quiere ser el nuevo el mejor amigo de Putin, otro individuo pugnas y autoritario. Ojalá no se haga realidad lo que Simón Sebag uno de los historiadores que mejor conoce la historia de Rusia, mencionó la semana pasada en el Hay Festival: “la relación entre esos dos personajes puede empezar como gran romance y terminar en una guerra”.