Leí que tras el encuentro sostenido por Gustavo Petro y la alcaldesa Claudia López, el candidato presidencial del Pacto Histórico habló de su reconciliación sintetizándola en una frase, me despedí de ella con un besito en la mejilla. Realmente nuestro país necesita eso, que nuestros dirigentes políticos abandonen sus posiciones enfrentadas y busquen acuerdos por el bienestar general. No hay diferencias irreconciliables, todos deberían hablar y buscar puntos de encuentro.
Uribe decía, por ejemplo, que todo bandido que pasaba a ser parte del Pacto Histórico de inmediato dejaba de ser tachado de tal, razón por la que le provocaba pedir entrada a ese movimiento, para ver si le dejaban de gritar paraco. Su ironía para referirse a ciertos políticos que se acercan a Petro era evidente. Sin embargo, no resulta dañino el ejercicio mental de imaginar a Uribe sentado a manteles con el candidato que puntea en las encuestas.
Ejemplo de lo que significa reconciliarse y trabajar por un país mejor, lo dieron Berta Fríes y Rodrigo Londoño el día 7 pasado, con ocasión de los 19 años del atentado contra el Club el Nogal. El Presidente del partido Comunes describió en un tuit lo humano y profundo del evento, en el que la víctima les otorgó su generoso perdón y certificó ante país que sí podíamos reconciliarnos. Las fotografías de su fuerte abrazo conmueven e invitan a repetirlo.
En Colombia suceden cosas muy difíciles, a las que definitivamente podría dárseles fin si quienes insisten en el empleo de las armas y la violencia pensaran más fríamente las cosas. Firmado el Acuerdo de Paz de La Habana, nuestro país pasó por un período de calma y esperanza, que comenzó a desmoronarse cuando diversos grupos armados se empeñaron en ocupar los espacios abandonados por las FARC tras su dejación de armas.
Ninguno de estos grupos midió el pernicioso alcance de su decisión. El Acuerdo del Colón no fue sólo un pacto de paz que consiguió poner fin al largo conflicto armado con las Farc, o como afirman algunos inspirados por su arrogancia, un acuerdo para desmovilizar a las Farc.Ese Acuerdo significó mucho más. Que el ejército revolucionario más antiguo, grande y fuerte del país firmara una solución política, deslegitimó por completo la forma armada de la lucha.
Puso de presente que la lucha guerrillera en Colombia estaba fuera de lugar. Algo que el propio Fidel Castro había afirmado más de veinte años atrás, en el Foro de Sao Paulo. Si las Farc, el único movimiento armado que había llegado a poner al Establecimiento contra la pared alguna vez, dejaban las armas para hacer política abierta, todas las argumentaciones para defender una insurrección armada quedaban sin piso. Las vías legales volvían a retomar su sentido.
Las Farc no eran una pinta en un muro. Sus decisiones políticas estuvieron íntimamente ligadas al desarrollo de la vida nacional durante las duras décadas que precedieron al Acuerdo. Al tiempo que incrementaban de manera sorprendente su capacidad y accionar militar, buscaban incesantemente una solución política a la confrontación. Desde Belisario Betancur hasta Santos, no hubo un gobierno en el que el tema de la paz no fuera un dilema central.
Incluido el de Uribe, que pasó todo el tiempo denigrando de las Farc y combatiéndolas con toda energía sin poder derrotarlas. Es por eso que minimizar o ridiculizar el Acuerdo de La Habana significa un disparate político monumental. La revolución que no consiguieron las Farc mucho menos van a conseguirla el ELN o cualquiera de las demenciales disidencias. El orden del día en Colombia apunta al debate político electoral y a la lucha de masas en las calles.
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Las bombas o las ráfagas que algunos comandos urbanos o rurales emplean en la actualidad contra simples policías o soldados, antes que respaldo generan rechazo y condena
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Las bombas o las ráfagas que algunos comandos urbanos o rurales emplean en la actualidad contra simples policías o soldados, antes que respaldo generan rechazo y condena. Las minas antipersonas que lesionan indígenas o campesinos en los campos resultan criminales. Las guerras entre grupos armados, con sus asesinatos, amenazas y desplazamientos forzados no las aplaude nadie. Las extorsiones, los secuestros e impuestos sólo revelan la descomposición de sus autores.
Inmensas porciones del territorio nacional se hallan hoy asediadas por toda clase de grupos armados. Y resulta cada vez más complicado discernir la diferencia entre ellos, llámense autodefensas, ejércitos populares o simples hampones. Obispos y numerosa gente respetable en esos territorios se preguntan cómo se produjo ese crecimiento desmesurado en el actual gobierno, y se atreven a denunciar complicidad de mandos militares y políticos regionales.
El país requiere urgentemente un gobierno y un Congreso nuevos. Que se empeñen en poner fin, por vías distintas a la guerra, al caos en que nos ha sumido Duque. Necesitamos reconciliar y reconstruir a Colombia. Y en eso los enmontados tienen una inmensa responsabilidad histórica. O asumen las vías del diálogo y la reconciliación, o serán los responsables directos del fatal desastre.