Con alguna frecuencia los columnistas caemos en la tentación de adoptar posturas inflexibles, signadas por posiciones dogmáticas.
Se trata de presentar propuestas irrefutables, consideradas como creencias que no admiten cuestionamiento alguno, en otras palabras: “Fuera de mí, el diluvio”.
Hans-Georg Gadamer nos recuerda que las culturas son determinadas por el momento histórico en que nacimos y vivimos y que las sociedades son portadoras de prejuicios que, de alguna manera, limitan la forma de percibir, comprender y expresar nuestras verdades sobre el mundo.
“Es preciso superar ese horizonte histórico y reconocer y comprender al otro para interpretarlo en su verdadera dimensión”, nos dice.
Plantear tesis y argumentos como verdades completas y acabadas es universalizar creencias y otorgarle a las teorías una definición inamovible.
Si una teoría es incuestionable se puede dar por cierta, pero solo con carácter de provisionalidad, temporaria, pues ninguna propuesta científica ha demostrado ser definitiva y concluyente.
Es tal la dimensión que encontramos en las esferas del conocimiento que las posturas dogmáticas han servido para engatusar, manipular e imponer conocimientos y, hasta el propio marxismo, tuvo que batallar durante largo tiempo para desenmascarar las trivialidades a las que fue sometido impunemente con sus cartillas sagradas.
Salir del estilo retórico y vacío equivale, ciertamente, a salvarse de perecer ahogado, la charlatanería cunde en los textos frívolos con una parafernalia lingüística que convence hasta quienes se encuentran blindados y protegidos por el pensamiento crítico.
La crisis de los modelos, el desplome de las grandes ideologías, la desconfianza frente a las promesas del progreso, el despecho generalizado, las calamidades humanas amparadas en el racionalismo, han creado un clima donde se vive a la intemperie y nada queda en pie.
La onda posmoderna, impuesta por la economía globalizada, se ha desvanecido por su pretensión universalista, por querer trazar un solo sistema interpretativo, por la total crisis del “contrato social”, fundado en premisas ramplonas como la libertad, la igualdad y la fraternidad, con puertas clausuradas desde 1789, con experiencias sujeto céntricas rústicas y groseras que no han terminado de cerrarse, elogiadas en los campos funerarios electorales por los dueños del poder en el mundo, donde reposan las esperanzas y la osamenta de los desventurados.
Como en un mausoleo histórico los intelectuales de la democracia liberal se quedaron, con reducidas excepciones, descansando en la modernidad, ciegos, obedientes y sumisos, sin apostarle al advenimiento de otra civilización, arrastrando Estados deformes y epilépticos, en manos del más tosco pragmatismo.
Entre tanto, pocos son los expertos que interpretan a la sociedad como un texto que puede ser leído con diferentes claves y, si los hay, lo hacen a la manera de la lectura rápida, con pausas, dando saltos bruscos y utilizando lentes ahumados que no corresponden a las exigencias de los nuevos tiempos.
No son pocas las verdades caídas estrepitosamente, a dos siglos de surgida la dialéctica de Marx queda claro que a la verdad se llega mediante la refutación de las proposiciones dadas por ciertas, lo demás es retórica vacía y tratar de rescatar las verdades escondidas en las lenguas muertas.
Estamos frente a un dislocamiento de la hegemonía de la razón que existió como dispositivo del conocimiento; la modernidad, con su lógica etnocéntrica, con su eurocentrismo, con su logocentrismo y con su tecnocentrismo han perecido, sin que las sociedades lo perciban, mientras asistimos plácidamente a la disolución de las viejas fronteras de la ciencia.
Quizás, lo más preocupante, es que en el mundo de los saberes y conocimientos no estamos en condiciones esquivar los pastiches cognitivos que se cuelan en los tiempos del saber universal.
Sin embargo, pese al derrumbe de la modernidad y la era del vacío, existen criterios políticos para negociar la convivencia y la ética de lo público o, en su defecto, no obstante a la mundialización de la economía y la massmedia, reiterar que existen fundamentos para aceptar que los centros de la globalidad pueden ser debilitados democráticamente por el poder popular desde las esferas de la periferia y la marginalidad, que solo necesitan tenacidad política, mentes propensas a la crítica, posiciones políticas proclives al cambio y “buena puntería”.
Salam aleikum.