Mientras que la Clínica Marly de alta complejidad, ubicada en Chía, solo necesitó dos años para ser construida y una inversión de 100 mil millones de pesos, el nuevo hospital de Zipaquirá, con 150 mil millones de inversión —porque a diferencia de los 72 mil de las versiones oficiales, hay también que agregarle el coste del lote y el del equipamiento—, lleva esperando nueve años para ser inaugurado.
Para el primer contrato, a finales del 2010, el contratista entregó las obras doce meses después de cuando se suponía que debía hacerlo, que eran siete meses, es decir, se tomó el triple de tiempo, con cinco prórrogas y una adición.
Luego, se inició una segunda fase en 2012 para completar pisos, fachadas, estucos y pinturas, que tenía esperado demorar 5 meses, pero tomó veinte, hasta finales del 2014, con cuatro prórrogas y dos adiciones. Aquí dice la alcaldía de Marco Tulio Sánchez que la obra está completada en un 80%.
Para completar el restante se inició una siguiente fase de exteriores, que como de costumbre, presentó retrasos. Se inauguró la obra para la comunidad a finales de 2015 con el aviso de que ya estaba en un 95%. Supuestamente solo restaban algunas redes y el equipamiento interior, para lo cual ya habían unos recursos anunciados por el Ministerio de Salud. En ese momento, el entonces ministro de esta entidad, Alejandro Gaviria, dijo que empezaría a funcionar en menos de un año.
Sin embargo, inició un nuevo periodo electoral en 2016 y con eso aparecieron nuevas bocas politiqueras que alimentar. Se abrió un nuevo proceso licitatorio por casi 20 mil millones a finales de 2016 para dar por terminado el hospital en su obra civil, es decir, un aproximado del 20% de lo hasta entonces invertido en una obra que supuestamente ya iba por el 95%. No me cuadra la regla de tres.
Dijo el gobernador Rey que la obra civil estaría lista para inauguración a finales de 2017 o principios de 2018, y que se comprometía a hacer revisión cada 15 días. No obstante es la hora y todavía no ha sido entregada, porque se pidieron dos prórrogas y dos adiciones (por casi 6 mil millones), la última por cinco meses en abril de 2018. Para ese entonces, en abril, la obra iba por 90%, según dijo el contralor de Cundinamarca (¿dónde estaba el 95%?).
El problema no es que hayan prórrogas y adiciones, son las razones por las que se piden, como por ejemplo en este caso: para comprar e instalar unos sanitarios que ya se habían comprado y luego otra para reinstalarlos, para adecuar la construcción a unos reglamentos de la Secretaría de Salud del 2014, para instalar un elevador o poner las escaleras a la piscina. Esto no solo va en contra de lo obvio, que es no robar por sanitarios ya comprados e instalados y muchas otras cosas más para un libro, sino de la planeación y honradez en la propuesta que debe tener la entidad y el contratista. ¿Cómo es posible que desde un principio no adecuen los diseños a las reglamentaciones existentes ni a las necesidades obvias del hospital, como la escalera o el elevador?
Regresando a la entrega, dijo Jorge Rey en enero que el hospital tendría pleno funcionamiento para principios del 2019. Lo cierto es que ni la obra civil se ha entregado, ni tampoco están los recursos completos para el equipamiento. Si bien anunció que el departamento destinará 26 mil millones de los aproximadamente 50 mil necesarios, quien fue elegido para operar y poner el resto, el Hospital Samaritano, ni se ha pronunciado al respecto ni tiene los recursos necesarios para hacer frente al reto.
No se entiende cómo es que fue elegido ese operador para tal tarea teniendo buenas propuestas por parte de la Fundación Santa Fe y del Hospital Militar. Desde la veeduría en salud del municipio, a cargo de Héctor García se ha criticado esta decisión unilateral...
Este caso solo es un ejemplo de lo peligroso que es cuando el Estado abre la cartera. Aunque podría ser una oportunidad para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, como aquí no sucedió, se vuelve en una oportunidad para que unos pocos se llenen los bolsillos a costa demoras y adiciones injustificadas.
Ante ello hay que reconocer una ficha que nos está faltando en el rompecabezas para detener estos casos, que es nuestro verdadero foco de corrupción. Esta es la no independencia de los órganos de control, llámese Fiscalía, Contraloría y Procuraduría, que no son más que el fortín burocrático de algunos partidos, tanto a nivel nacional como territorial. Ellos son los encargados de analizar si, por ejemplo, una planeación fue bien ella, una adición fue justamente aprobada o si la propuesta de la Samaritana es considerablemente más desventajosa que la de la Fundación Santa Fe. Un contralor de verdad ya habría cortado varias cabezas en este proceso.