Nuevas masculinidades o pesadilla sin fin
Opinión

Nuevas masculinidades o pesadilla sin fin

Por:
julio 16, 2013
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Durante la década pasada en Colombia se legitimó la idea de que se necesitaba un padre autoritario, que ordenara el país como un patriarca, con modales rudos, de arriero infalible, que sabe exactamente a dónde dirigir la manada. Un padre que siempre tiene las respuestas, que aconseja y castiga, que vocifera y da golpes de zurriago a quienes se desvían de lo ordenado. Pasamos ocho años en un túnel del tiempo hacia atrás, de espaldas a los cambios y tránsitos que vienen haciendo desde hace décadas las masculinidades en el mundo y también en Colombia.

Pero a pesar de los ocho años del “embrujo autoritario” y de los siglos de embrujo patriarcal, hoy casi nadie duda de que el modelo con el que aprendieron a ser hombres nuestros padres, abuelos y aún los hombres de nuestra generación, está en una crisis “la macha”.

Cientos de hombres vienen jalonados por los cambios que han protagonizado las mujeres, por el cuestionamiento de las nuevas generaciones y por sus propias crisis existenciales,   empezando a repensarse y a reconstruir lo que antes parecía obvio: sus identidades, sus roles, su relación con otros hombres, con las mujeres, con la paternidad y con el mundo entero.

Hartos de que la masculinidad aprendida los lleve a convertirse en problemas de salud pública y en grandes obstáculos para la convivencia pacífica, hartos de ver todo escenario de la vida cotidiana como un campo de batalla: la esquina, la carretera,  la rumba, la pareja, la familia, el trabajo, hartos de ser los principales victimarios y muchas veces también las víctimas de todas las violencias, muchos han decidido empezar a reinventarse.

Este tema que aún parece exótico o marginal en un país con “problemas más graves o prioritarios”, es un tema central, de vital importancia si queremos en realidad abordar la reconstrucción de un país, cambiar la mentalidad guerrerista, aproximarnos desde nuevas miradas, lecturas y prácticas a la tan anhelada y esquiva paz.

Primero que todo, porque hay que reconocer que además de las injusticias sociales y  la concentración del poder político y económico, la guerra es alimentada por miles de historias de masculinidades heridas, o impotentes, o violentas, o las tres. Casi todos los guerreros tienen dolores en la relación con sus padres: padres ausentes, o pusilánimes, o guerreros violentos, o padres idealizados después de haber sido asesinados por un grupo armado ilegal o legal. Desde el propio Uribe, pasando por los Castaño y miles de guerrilleros tienen en común relaciones dolorosas con la figura paterna y su salida ha sido endurecerse, envilecerse, embrutecerse. Empobrecerse como seres humanos y empobrecer aún más las esperanzas del país de cambiar el formato de las historias, buscar finales inéditos a los argumentos repetidos generación tras generación.

Tenemos que pensar cambios culturales profundos. Pensar un posconflicto que no sea una tregua o reacomodo de los guerreros para cambiar de nombre a los bandos y seguir varias generaciones más en las mismas. Los ejemplos de desmovilizaciones en todo el mundo y en el pasado reciente de Colombia nos tienen que servir de alertas: hay historias plagadas de guerreros desmovilizados que se sienten humillados y maltratados, menospreciados, que no saben hacer otra cosa que la guerra, que sienten que el país está en deuda con ellos y no les comprende su grandeza, guerreros que vuelven a los hogares y a los barrios a sembrar el terror entre las mujeres cercanas y luego, tirados a la depresión y los consumos, se inscriben en los circuitos ilegales, en un continuo que no merecen ellos ni el país.

Este destino triste por supuesto, no es inevitable. Tampoco es un esfuerzo individual de los hombres, por buenas intenciones que ellos tengan. Se requiere un Estado que diseñe y financie políticas integrales para acompañar estos procesos de corto, mediano y largo plazo. También requiere un esfuerzo de la sociedad entera para acogerles con grandeza y seriedad.

Las mujeres y los colectivos y redes de hombres existentes en el país, ya venimos pensando en salidas creativas para intentar que el momento de reflexión profunda que se avecina, sea una oportunidad para dar el salto hacia una reconciliación que no sea de forma, sino que involucre los cambios necesarios: el tránsito de un país de meros machos a un país de hombres diferentes, reconciliados con su destino de generadores de felicidad y no de dolor hacia ellos mismos y hacia la humanidad.

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