Imaginemos por un momento la peor trayectoria de vida que pueda tener una persona. Pensemos en alguien que nace en una familia numerosa con solo una cabeza de hogar. Desde pequeña esta persona trabaja para aumentar el ingreso familiar. Las condiciones económicas, la poca salubridad y la falta de afecto traen consigo violencia intrafamiliar o la muerte de varios seres queridos. Quizás esta persona termine el bachillerato y logre estudiar algún curso técnico o universitario, pero no sabe cómo conseguir un trabajo acorde con lo que sabe. En algún momento esta persona forma una familia, pero repite el ciclo. Añadamos que sea desplazada por la violencia y que sus conflictos internos le lleven a querer “liberarse”. Aparecen las malas influencias, la droga, la calle y se rompen los lazos sociales. Cuando llega a la tercera edad esta persona no tiene a nadie, no tiene nada.
Cuesta creer que todas estas desgracias le ocurran a una sola persona, pero es la realidad. Y no solo a uno sino a varios que han sufrido sistemáticamente el olvido de una sociedad que, ya sea por desconocimiento o por desconfianza, prefiere darles la espalda. Son historias así las que nos encontramos con un grupo de amigos, todos de distintos orígenes, disciplinas y experiencias, que decidimos salir el fin de semana pasado al hogar Casa de la Esperanza, ubicado en el barrio Las Cruces, en el centro de Bogotá. Aquí acogen a personas de la tercera calle, usualmente habitantes de calle, que buscan un espacio para cenar, asearse y dormir. Decidimos aceptar una invitación a desayunar, cantar un rato y compartir.
Como en cualquier atención social, el error que se suele cometer es actuar por lástima. De hacerlo, caemos en la dinámica de hacerle creer al atendido que generar esa lástima es la única manera de sobrevivir. Precisamente no queríamos llegar a ese punto. En vez de llegar a estos espacios a hacer donaciones sin ir más allá, ¿por qué no darles el poder a estas personas para entender qué es lo que realmente necesitan? Fue lo que hicimos. En un pequeño rato de desayuno, quisimos conocerlos y escuchar sus historias, ser por un momento receptores de realidades desconocidas para la mayoría y transmitirlas, no solo para buscar soluciones sino para no repetir los mismos errores con nuestros seres queridos.
Quizás este grupo de personas mayores quieran alimento, una cama, bañarse o dinero, pero lo que realmente necesitan es dignidad. Dignidad para que la sociedad comience a darse cuenta de todo el conocimiento que poseen, no solo en habilidades ni tradiciones sino también en experiencias comunicables para quienes están en riesgo de caer. Dignidad representada en políticas que cubran todo el ciclo vital de la persona y evitar que desde los errores de la infancia se tenga una vejez miserable. Dignidad al construir ciudades que se planean desde las necesidades del individuo conectado a la sociedad, pero que no buscan la opinión del desconectado. Dignidad para quienes aceptan que tomaron decisiones equivocadas, pero que jamás son perdonados por una sociedad que busca personas sin tacha aparente.
La empatía no consiste solo en ponerse en los zapatos del otro, sino también en entender que los problemas del otro también pueden convertirse nuestros. Dejar la empatía a un lado es negar que estas personas vulnerables tienen un poder para incidir en nuestras decisiones.