La desconfianza del militar en la clase política tiene su sustento en la utilización oportunista que de la institución castrense se hace para alcanzar objetivos electorales, pero una vez obtenidos, el militar es olvidado y hasta vilipendiado por quienes se vistieron de gloria con su sacrificio. Está fresca en la memoria el discurso de un presidente en tránsito de reelección que decidió hacer campaña diciendo que el soldado colombiano era un idiota prestado para la guerra; el presidente candidato aparecía en una propaganda preguntándole a un grupo de personas que sí prestarían a sus hijos para la guerra; el daño institucional nunca fue considerado, porque el personaje no solo fue reelecto, sino que pudo imponer, pese al rechazo en las urnas, unos acuerdos con un grupo armado ilegal que le reconocían a este una victoria política pese a encontrarse en una situación de derrota militar, propiciada precisamente por esos hombres y mujeres que él presentaba como prestados para la guerra.
Tampoco es el soldado, “carne de cañón”, como lo presentan hoy sectores políticos que presionan mantener vigentes esos acuerdos pese a la decisión de un importante número de elementos de las Farc de mantenerse en el narcotráfico y de volver a empuñar las armas contra la sociedad colombiana; estos sectores pretenden que el gobierno nacional no cumpla con el mandato de restablecer el orden público cuando sea alterado para garantizarle a los ciudadanos el disfrute pleno de todos sus derechos. El término carne de cañón fue acuñado para referirse despectivamente a los militares —normalmente de bajo rango— que se expone sin miramientos al fuego enemigo a sabiendas de su clara inferioridad y deliberadamente, conociendo que se van a producir un número muy alto de muertes, especialmente en batallas que no representan un cambio estratégico de una guerra. Ese no es el caso colombiano.
Colombia se edificó sobre el esfuerzo y sacrificio de su Ejército; mientras los políticos de turno en 1810 discutían su fidelidad a Fernando VII y la Corona española, el señor Capitán del Regimiento Auxiliar don Antonio Baraya, se dio a la tarea de organizar la primera unidad militar santafereña, el 23 de julio, dirigió la creación del batallón Voluntarios de la Guardia Nacional, del cual fue su primer comandante con el grado de teniente coronel Antonio Baraya, y su sargento mayor, don Joaquín Ricaurte y Tornajos. A esta unidad llegarían muchos granadinos que servían en los ejércitos reales y después serían el embrión de nuestro ejército libertador. La clase política consideró entonces que era mejor una paz imperfecta con los españoles y permitió la reconquista, provocando la muerte de decenas de patriotas y sufriendo después la misma ignominia a manos del Pacificador Morillo, que no creyó jamás en estos conversos. Serán los militares colombianos y granadinos los que el 7 de agosto de 1819 sellen la verdadera independencia colombiana, aunque después sufran la exclusión y el desprecio de los oportunistas políticos que hasta el día de hoy han mantenido dividida la sociedad y en permanente confrontación, incluso con una larga violencia que aún no cesa.
El ejército colombiano no es una horda de mercenarios conseguidos para hacer una guerra, es una institución consagrada en la Constitución, art. 217, altamente profesionalizada y si bien, constitucionalmente existe el deber del servicio militar obligatorio, quienes asumen el combate a las organizaciones armadas ilegales son soldados profesionales altamente capacitados; desde 1907 nuestros Oficiales se forman profesionalmente en la Escuela Militar José María Córvoba y nuestros Suboficiales desde 1914 se forman en la Escuela de Suboficiales Inocencio Chincá; mientras nuestros soldados profesionales lo hacen en la Escuela Pedro Pascasio Martínez Rojas. Muchos hombres han tenido la oportunidad de dirigir los destinos del país o de prestar servicios en altos cargos públicos, pero sus nombres no son recordados con la misma devoción con que se recuerda a Simón Bolívar, a Santander, a José María Córdova, a Soublette, a Sucre y a todos los hombres que construyeron patria desde la carrera de las armas; tanto así, que pese a las dificultades que el país ha atravesado en épocas aciagas, la institución militar ha respetado a toda costa el ordenamiento democrático, que solo y por decisión de la misma clase política, tuvo a un militar o a una Junta Militar frente a la presidencia del país en la década de los 50.
Sin duda quienes adelantan esas campañas de desinformación sobre el Ejército Nacional, buscan quebrar la moral de nuestros soldados y favorecer los intereses criminales de grupos narcoterroristas y otros delincuentes; crear una media que desaliente el ingreso a las Escuelas de Formación o al cumplimiento del deber de servir a la patria, permitiendo que los GAO consoliden el poder terrorista alcanzado porque no serán combatidos, como acaba de verse en el gobierno anterior y por ello el crecimiento exponencial de narcocultivos y delincuencia desbordada. En el período 2010-2018 el Ejército tuvo una disminución del 13% de sus efectivos, pero el número de combates se redujo no por obra de los acuerdos con el narcoterrorismo, sino por unas decisiones políticas que inmovilizaron las tropas para mostrar unos resultados artificiosos sobre la realidad de la violencia en el país; lo que hoy se aprecia es una vuelta al deber del Estado de ser garante de la vida y bienes de sus ciudadanos, de restaurar el ordenamiento legal, el orden público, y permitir a los colombianos el disfrute pleno y real de sus derechos fundamentales.
El soldado colombiano ni está prestado para la guerra, ni es carne de cañón en la guerra contra las organizaciones criminales; merece el reconocimiento y respaldo de toda la nación, porque su sacrificio es el que permite la libertad en democracia, con todas las falencias que esta pueda tener y la enorme tarea de perfeccionarla que nos corresponde a todos.