En la función política de la mentira moderna el historiador de la ciencia A. Koyré sostuvo: “los regímenes totalitarios se fundan sobre la primacía de la mentira”. Esta verdad es bien sabida, pues a las dictaduras, los fascismos, los totalitarismos de todo cuño no les interesa el concepto de verdad objetiva.
Es decir, no les interesa ese viejo principio según el cual lo que enunciamos de las cosas debe tener alguna correspondencia con lo que las cosas son. Y esto es así porque en el totalitarismo la verdad es funcional, es instrumental al poder, es útil para quien la enuncia.
Pues bien, las llamadas democracias no escapan a este tipo de desgracias epistémicas, especialmente, en momentos electorales. Si bien los demócratas pretenden tener una superioridad moral sobre sus contrincantes, si bien- como los filósofos analíticos y los lógicos- parecen arrogarse cierto privilegio epistémico, lo cierto es que en momentos electorales parecen suspender el concepto de verdad y, por su puesto, virtudes como la honestidad, la sinceridad y la coherencia.
Más precisamente, las ponen entre paréntesis y sin problema alguno se lanzan a especular con la mentira, se convierten en mercaderes de turno y cual especuladores financieros apuestan con la mentira en el espacio social, en la plaza, en el mercado, en ese etéreo espacio virtual- ya más real que la realidad misma- que son las redes sociales.
En elecciones, entonces, no está mal prescindir de la verdad y aventurarse a tratar de engañar deliberadamente a los opositores. De lo que se trata es de aparentar tener la razón, no importan los medios como dice Schopenhauer en sus famosas estratagemas para vencer siempre en una discusión.
En momentos electorales, el arte de crear mentiras para destruir al otro y cazar incautos se convierte en una virtud. La mentira creada busca aumentar la masa electoral en el mercado de las ideas o de las disputas.
Los candidatos lo saben y usan esos medios sin ruborizarse. Y una vez suspendida la verdad- o la pretensión de verdad que siempre es presupuesta cuando emitimos un juicio- no hay que preocuparse, pues ya habrá tiempo para restaurarla cuando se esté en el poder; o de seguir usando la mentira si las cosas no salen bien. Esa es la forma mentis del político profesional.
Así que en elecciones interesa ante todo el arte de saber mentir, disociar, insultar, o de crear rumores. La creación puede ser algo inédito, o puede ser la alteración de algo ya existente presentado de otra manera. Lo importante es sembrar el rumor, es echar a rodar la ola, el murmullo, la calumnia o la injuria. Cualquier medio vale y cualquier resultado favorable, por nimio que sea, es benéfico. Tiene razón el citado Koyré cuando dice: "La mentira moderna se produce en serie y se dirige a la masa... Nunca se ha mentido tanto como en la actualidad, ni se ha mentido de manera tan masiva y absoluta como se hace hoy en día".
Por eso en la esfera pública se juega y se experimenta aún con los contenidos más exóticos y menos plausibles, pues en una época de lenguaje orwelliano donde la guerra es paz y donde la ayuda es explotación, a un luchador contra la corrupción se lo puede llamar corrupto, a un exguerrillero se lo puede acusar de paramilitar, o a un violador del Estado de derecho se lo puede tildar de defensor de la democracia y la legalidad. Todo se trastoca, todo vale, nada importa…solo el poder.
Por otro lado, Hanna Arendt, en una entrevista de 1964 decía: “en el mundo contemporáneo, la manipulación de opiniones se realiza mayoritariamente, como se sabe, recurriendo a los métodos del image making, esto es, arrojando al mundo determinadas imágenes que no sólo no tienen nada que ver con la realidad, sino que con frecuencia solo sirven para ocultar ciertas realidades incómodas”.
Mejor dicho no puede estar. Es lo que ocurre en el mundo de hoy, en Colombia, en cualquier parte: la producción serializada de la mentira o posverdad, con la clara consciencia de engañar, tergiversar u ocultar, son el pan de cada día.
La consecuencia es el profundo daño causado a las democracias y a la sociedad. Y estos métodos son favorecidos por los medios disponibles donde reina el espectáculo, la espectacularidad, el ingenio, la figuración y el cinismo descarado.
La sociedad de masas hace rato, pues, que se convirtió en rehén de la mentira y en víctima de la destrucción del espacio público donde bien podría poner a jugar sus puntos de vista para alcanzar consensos, conciertos, arreglos, así sean transitorios, no definitivos, renegociables.
Ahora, estos métodos existen desde que la política existe. Es decir, desde siempre. Y tal vez Hanna Arendt tenía razón cuando criticó tan fuertemente a Platón por asociar la política, la acción y la actividad política, con la ciencia, con la verdad, con la episteme.
Como si de un conocimiento absoluto y cierto del mundo- en caso de alcanzarse- fuera posible deducir o inferir la forma correcta de gobernar un espacio social que siempre es plural, diverso, conflictivo y antagónico; como si fuera cuestión de saber para poder gobernar la polis con experticia, obviando la lucha de intereses distintos y hasta contrapuestos que circulan y habitan la sociedad; como si el llamado consenso fuera tan simple de lograr. No.
Hoy, en pleno siglo XXI, en una época de diversidad ampliada, de heterogeneidad, de visiones múltiples del mundo, tal pretensión resulta totalitaria. No hay que olvidar, como pensaba Arendt, que el totalitarismo se basa en la pretensión de haber alcanzado una verdad de la Naturaleza (la superioridad racial) o de la Historia que todo lo explica, verdad que si los demás no comparten simplemente hay que imponérsela.
En este caso la verdad es producto de lo que Carlos Pereda llama una razón arrogante. Y esta “arrogancia de la razón”, con su correlativo concepto de verdad, es tan peligrosa como la mentira. Al final, llegan a la misma conclusión: la necesidad de eliminar o dañar al otro. En estos casos, la razón deviene en terror. Ahora, la razón arrogante es amiga del dogmatismo y el absolutismo, actitudes sumamente peligrosas en el espacio público, pues se asientan en la convicción y en la inamovilidad de las posturas propias desconociendo otras opciones, otras ideas y concepciones del mundo.
La arrogancia o la “soberbia de la razón”, como la llamó María Zambrano, se torna proclive, entonces, al desconocimiento y la negación de la singularidad del otro y de la pluralidad del mundo, de su diversidad ideológica, de sus riquezas y sus cosmovisiones. Es la anulación brutal de la alteridad.
En política, hay que decirlo, no son aceptables los enemigos absolutos, sino los adversarios. Si el enemigo es absoluto no queda otro camino que la guerra; en cambio, si es un adversario, su existencia se legitima y se asume como un alter ego con quien es posible concertar…concertar para coexistir.
En este caso, hay que aceptar que el pluralismo no puede devenir en exterminio. Hay que asumir que el pluralismo puede ser fuente del inerradicable conflicto en las sociedades, pero también puede crear situaciones inéditas, arreglos distintos. Sin pluralismo no tendríamos las rica y compleja diversidad humana de la que gozamos hoy.
Por eso hay que combatir por igual tanto a la razón arrogante como a la mentira. Y la manera de hacerlo no puede ser otra que la exposición y la confrontación dialógica en el espacio social, en la esfera pública. La coexistencia requiere del día-logos, esto es, del pensamiento en movimiento, del discurrir de las ideas, de la polémica, aspectos sin los cuales ninguna hegemonía, que presupone siempre el consenso, es posible.
Y en la hegemonía, como bien sabía Gramsci, hay espacio para el diferente, para las minorías, para la alteridad. Estas hegemonías no son definitivas, no son eternas. Es eso lo que lo que permite el dinamismo y el cambio social, ese saludable devenir de las sociedades. No hay de otra.