Pensando con calma en el caso del camarada Santrich, acuden a la mente asuntos de diversa naturaleza. Recuerdo que en mis tiempos de estudiante de derecho en la Universidad Nacional, los grandes eruditos en esta ciencia que fueron mis maestros, solían asumir en sus cátedras posiciones muy críticas en torno a la jurisprudencia.
Era frecuente escucharlos afirmar, y se podía leer también en sus tratados, que la Corte estaba equivocada en sus criterios de interpretación, al definir como última autoridad un determinado litigio. Así adquirió fuerza en nuestra mentalidad de estudiantes, la idea de que los fallos del más alto tribunal eran mediocres y fácilmente refutables.
Al empezar luego la actividad profesional, comenzamos a estrellarnos con una realidad que se nos antojaba absurda. Presentábamos alegatos en los despachos judiciales, en los que con la mayor naturalidad y el más seguro convencimiento, contradecíamos a la Corte Suprema, encontrando siempre que los jueces rechazaban de plano nuestros argumentos.
La expresión, la Corte ha dicho, o la reiterada jurisprudencia de la Corte ha sostenido, seguida de los dos puntos y las comillas, nos parecía, en nuestro atrevimiento y quizás ingenuidad juvenil, una reiteración terca de la ignorancia de los magistrados. Cuántos disgustos nos originó aquello, hasta aprender que sus sentencias eran la última palabra, nos gustaran o no.
Comprenderlo significó a la vez otro descubrimiento, los juicios eran como efectivamente eran y no como uno deseaba que fueran. Cualquier pleito tenía que emprenderse siempre con la cabeza muy bien puesta sobre los hombros, y los pies muy bien puestos sobre el piso. Uno podía disentir de la jurisprudencia, pero siempre era esta la que terminaba imponiéndose.
Así que ante los tribunales, salvando la corrupción y otros recursos ajenos por completo a nuestra concepción y práctica, lo más conveniente era llenarse de argumentos jurídicos, escarbando incluso en viejas jurisprudencias, que sirvieran para ganar a nuestro favor el criterio de los administradores de justicia. Pienso que esto retoma toda vigencia ahora.
Si se examina desapasionadamente el caso Santrich, se comprende con dolor que consiguieron atraparlo. Y no porque sea culpable, sino por los mecanismos nacionales e internacionales que lo sujetan con firmeza, y de los cuales solo se logrará arrancarlo con la más habilidosa filigrana jurídica. Gritar furiosos que se trata de un montaje, no conseguirá ganar su libertad.
A menos que se pruebe tal montaje ante los jueces norteamericanos, que por esa maraña jurídica que envuelve el asunto, son en apariencia los únicos que podrían ocuparse de su juicio. Casos se han visto, a muchos colombianos han tenido que repatriarlos porque demostraron su inocencia. Aunque la imparcialidad de la justicia norteamericana despierta justificadas suspicacias.
Simón Trinidad logró demostrar su inocencia en tres juicios diferentes,
forzando a las autoridades gringas a rebuscar un cargo
que denominaron conspiración para cometer el delito de secuestro
Sobre todo en asuntos que envuelven naturaleza política. Simón Trinidad logró demostrar su inocencia en tres juicios diferentes, forzando a las autoridades gringas a rebuscar un cargo que denominaron conspiración para cometer el delito de secuestro, muy distinto al narcotráfico y el terrorismo por los que fue extraditado, para conseguir por fin sentenciarlo a 60 años.
Así que lo ideal en las actuales circunstancias sería conseguir que Jesús Santrich fuera juzgado en Colombia. De hecho las Farc siempre nos opusimos a la extradición de colombianos y seguimos considerando indigna tal entrega de la soberanía nacional. Para ello podría atacarse jurídicamente el procedimiento por el cual se lo pretende extraditar.
O incluso podría derrumbarse la legalidad de su captura. Ya la Cancillería y la propia Presidencia coincidieron en que el fallo del Tribunal de Bogotá contenía afirmaciones completamente falsas. El procedimiento podría anularse por diversos vicios. Se trata de alternativas reales, que implican una actitud positiva de Santrich para asumir su defensa, renunciando al suicidio.
La política requiere apoyos multitudinarios, que aun a veces, como a Lula, resultan insuficientes. Las elecciones pasadas nos situaron en la realidad. Nuestro único patrimonio rentable políticamente es la rectitud, la transparencia para demostrar que cumplimos nuestra palabra. Cualquier asunto ilegal, de armas o drogas, mina seriamente nuestra credibilidad.
Firmamos nuestro respeto a la institucionalidad,
nuestras luchas, incluso las que apuntan a cambiarla de raíz,
han de desarrollarse dentro de ella
Por eso la serenidad que se requiere en la hora. Firmamos nuestro respeto a la institucionalidad, nuestras luchas, incluso las que apuntan a cambiarla de raíz, han de desarrollarse dentro de ella. Y no porque seamos conversos o traidores, como gritan algunos, incluso desde cargos públicos bien pagos, obtenidos gracias a los Acuerdos de La Habana y la amistad con Santrich.
Acuerdos que al parecer quieren volver trizas, coincidiendo con la ultraderecha. Bonita una guerra que hagan otros. Nosotros ya la hicimos por más de medio siglo. Lo ideal hubiera sido, en previsión de montajes futuros, incluir en la JEP un procedimiento especial para casos de exguerrilleros solicitados en extradición, por hechos imputados tras la firma del Acuerdo.
Pero nadie lo pensó, o en todo caso no llegó a pactarse. Así quedamos sujetos a la ley y jurisprudencia vigentes. Pacta sunt servanda, repite Iván Márquez con frecuencia.