Nuestro país ya no será el mismo
Opinión

Nuestro país ya no será el mismo

La apoteósica marcha del 21 de noviembre, los cacerolazos y movilizaciones, Colombia se manifiesta masiva y pacíficamente. El gobierno de Duque delata su rostro. Despierta una nueva realidad

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noviembre 29, 2019
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El paro del 21 reservó enormes sorpresas para los colombianos, atrayendo las miradas de los habitantes del resto del continente y fuera de él. Nadie, ni siquiera los que convocaron la protesta, se imaginaba el curso que habrían de tomar los acontecimientos.

Llevábamos varios días escuchando las advertencias de sectores fanatizados, que anunciaban graves desórdenes e invitaban a responder con violencia las manifestaciones populares. El gobierno nacional se sumaba a esa corriente, señalando la existencia de complots y apoyando los allanamientos de la Fiscalía contra sedes sindicales y sociales.

Los más optimistas imaginaban una marcha parecida a la de cualquier primero de mayo, en la que las centrales obreras, o lo que queda de ellas, junto con un puñado de fuerzas populares y de izquierda, acompañadas de grupos feministas y LGTBI, con vistosos carteles y megáfonos ruidosos, se desplazaran hasta la plaza de Bolívar para dejar constancia de sus existencia e inconformidad, sin más consecuencias que fugaces titulares de prensa la mañana siguiente.

Las premoniciones extremistas en torno a los peligros que entrañaba el anunciado paro, tenían origen y hasta se reforzaban en los sucesos acaecidos en el vecindario latinoamericano. Ecuador, Perú, Chile, Bolivia registraban estallidos populares que conmocionaban el orden establecido, y que de manera oportunista y malintencionada, se adjudicaban a supuestas desestabilizaciones patrocinadas por los gobiernos de Venezuela y Cuba.

Para explicar lo de Colombia hay que mirar en efecto el entorno. No solo el latinoamericano, sino también el mundial. Tras el derrumbe del socialismo en Europa Oriental, fue desatada la ofensiva neoliberal, que con sus aperturas económicas, privatizaciones y desmonte del Estado de bienestar, prometió un mundo en paz y progreso permanente, en el que los derechos humanos y la democracia reinarían por siempre.

 

Treinta años después ese sueño se convirtió en pesadilla,
la fortuna y el buen vivir son patrimonio de reducidas capas de la sociedad,
que concentran la riqueza de modo escandaloso

 

Treinta años después ese sueño se convirtió en pesadilla para la inmensa mayoría de los pueblos, que ven cómo la fortuna y el buen vivir son patrimonio de reducidas capas de la sociedad, que concentran la riqueza de modo escandaloso. Grandes corporaciones financieras trasnacionales se apoderan de los Estados, de los ahorros de la gente, de sus pensiones, de su salud y educación, con el visto bueno de sus gobiernos arrodillados a ellas.

Los bosques, el agua, el ambiente son cada día más vapuleados por la extracción de recursos minerales, al tiempo que las grandes compañías internacionales articuladas con los grupos económicos más poderosos de cada país, adelantan megaproyectos gigantescos que facilitan aún más la circulación y reproducción de sus enormes capitales. Los pueblos se hunden en el desempleo, la informalidad, el aumento de impuestos y la desesperanza.

Por eso los Indignados en España, los Occupy Wall Street en USA, los chalecos amarillos en Francia, las diversas manifestaciones de rebeldía que se producen en América Latina y el resto del mundo. La arrogancia de Donald Trump es apenas el fiel retrato de la avaricia y la intolerancia del gran capital transnacional, que se empeña en su dominio total del planeta. La OEA no es más que el club de gobernantes proclives a esa idea e indiferentes con la suerte de sus nacionales.

El fenómeno actual no es más que el despertar de los pueblos que exigen ser oídos, que reclaman la democracia y la felicidad que les prometieron. De manera lenta, uno a uno, fueron ganando en sus constituciones y leyes el derecho a protestar, a manifestarse en contra de sus gobiernos. Ahora lo ejercen, contra todos los estigmas provenientes de los poderes establecidos, que se indignan al descubrir cómo su discurso no tiene la acogida esperada.

Por eso la apoteósica marcha del 21 de noviembre y luego sus cacerolazos y movilizaciones de todo orden. La protesta desbordó los marcos esperados. Colombia recoge la larga experiencia de la violencia sufrida, y por eso, pese a la acción perniciosa de los anarquistas y provocadores de siempre, insiste en manifestarse masiva y pacíficamente. El gobierno de Duque delata su rostro. Una nueva realidad se ha puesto de presente, nuestro país ya no será el mismo.

Varias décadas de globalización capitalista desenfrenada han producido la globalización de la inconformidad y la rebeldía. Del mismo modo, los tanques pensantes del neoliberalismo proponen ahora la movilización de los defensores del orden, las marchas en apoyo al gobierno y sus políticas. Ellos tienen el dinero, los medios, las redes que compran conciencias en las elecciones, contactos para incentivar y mover las hordas de saqueadores. Y desde luego el Esmad y las tropas.

Años hablando y mandando, ahora se quejan de que no los oyen y quieren explicar sus políticas e intenciones. Para que la gente las entienda y acepte. A eso le llaman diálogo o conversación. Para nada les interesa escuchar y cambiar. Ese es el problema, su autismo, su intransigencia. Contra ellos se ha puesto de pie el país, se ponen de pie el continente y el mundo.

 

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