No es el fin del mundo. Es el fin de una normalización de costumbres que la historia presente señala que deben parar y que anuncian el cierre de un ciclo de acciones cotidianas que, sumadas día tras día, año tras año, vienen afectándonos como humanidad y como planeta.
No es el inicio del fin. Es el comienzo de un nuevo status quo donde nos vamos a tener que poner en el lugar del otro, ya no desde una idealización o una realización ética, sino más bien desde la práctica, en una cotidianidad donde nos exigiremos pensar en las rutinas de nuestros vecinos y de todos aquellos que nos acompañan en la jornada desde que abrimos la puerta de nuestra casa hasta que nos sentamos a trabajar. Donde nos miraremos como iguales portadores de los mismos bichos sin importar raza, género, religión o clase social.
Cerraremos los ojos y nos conduciremos por toda la cadena de sucesos, rostros y situaciones que nos llevaron a este punto de nuestras vidas y a cambiar nuestra cotidianidad. ¿Cómo es posible que la matanza extendida de animales salvajes haya posibilitado una amenaza para la humanidad? ¿Cómo es que ese cuento del calentamiento global terminó viniéndose a nuestros hombros, como un agente exterminador que, hasta ahora se ubicaba lejos por allá en el futuro incierto? ¿Cómo es que después de tanto avance racional, nuestra mente sigue gobernando desde el temor, la ira y la irracionalidad al punto de quebrar la economía con golpes certeros de desesperanza?
No vamos a dejar de ver novelas, realities ni partidos de fútbol. Pero si vamos a recordar el amor que debemos tenerle a los profesores que educan y ocupan el tiempo valiosos de nuestros hijos. Ni hablar del respeto y cariño hacia los médicos, aquellos seres etiquetados por unos como privilegiados pero que el sistema, en muchos casos, los somete a la explotación y a la desidia pública. Estos actores que dábamos por sentado, volverán a tener el protagonismo que les conferimos cuando éramos niños. Volverán a ese círculo de protección y empatía del que dependemos para sobrevivir como especie.
Pero quizás el mayor aprendizaje que podemos extraer de este pedazo de torta apocalíptica viral es enfrentar la volatilidad del control. La religión, los políticos y, más recientemente, los economistas, se han mostrado cómo los dueños de la luz que nos guían por las tinieblas de la incertidumbre. Se han vuelto los dealers de la adicción que nos causó no querer enfrentar el hecho más certero de la vida: el futuro está en nuestra imaginación, pero en la realidad cualquier cosa puede pasar. Si esa lección queda clara, volveremos a contemplar el presente donde es necesario que todos sin excepción retomemos el cooperativismo de una aldea donde cada miembro tenía claro su oficio y como impactaba a su comunidad.
Nos alejamos por completo de la causa y la consecuencia. Antes cazábamos, mirábamos al bicho a los ojos y le avisábamos que iba a morir por causa del hambre propia y de nuestra familia, gracias a la tecnología involucrada en el arco y la flecha que sosteníamos en nuestras manos. Había un propósito y un respeto, una distancia que nos permitía ver y entender al ser vivo del que íbamos a disponer. Ahora vemos en nuestro plato un gran trozo de carne recientemente cubierto por hielo y plástico sin la mas mínima conciencia de toda la cadena de abastecimiento y las implicaciones nefastas para el medio ambiente
Este Coronavirus es el alfa de una jauría destinada a cazar una civilización que lo puede todo, pero que olvidó el sentido de su especie: ser consciente de todo lo que le rodea para mantenerse vivo. Esta criatura diminuta debe ser el omega de nuestro actual relacionamiento con la naturaleza; es preciso replantearnos como una especie donde cada humano reoriente su comportamiento y lo conduzca hacia la sobrevivencia colectiva de las actuales y siguientes generaciones de humanos, calme su insaciabilidad en infinita crueldad con los animales y finalmente, vuelva a darse la mano con el planeta.