I
Hace poco menos de dos meses fue noticia que durante una clase virtual un profesor en cierta universidad mexicana humilló a uno de los estudiantes. Lo trató de “pinche burro” y “chiflado”, y dijo cosas como “va a necesitar que le extirpen el cerebro”, entre otras, que incluyen tenerlo como referente negativo al dar apreciaciones a los demás estudiantes.
El artículo de El Tiempo cita que algunas voces de la institución a la que pertenece el susodicho (Universidad Autónoma de Nuevo León) solicitaron su destitución, y otras anotan que el catedrático siempre ha tenido tales actitudes (lo cual va en contravía de su excusa por “estrés de la pandemia”). Si bien en este caso parecen haber enfocado el tema desde la no discriminación, dado que la víctima tiene Asperger, pido que dejemos a un lado, temporalmente y sin restarle un ápice de importancia, este factor, para poder ver el bosque entero; además, ¿sería menos grave si el estudiante en cuestión no tuviera ninguna condición particular?, ¿tendría el docente más “derecho” a ser una mala persona? Claro, es imprescindible recordar siempre que cada caso debe analizarse en su especificidad y posibles agravantes, pero partamos, para la reflexión que nos convoca, de nuestro carácter de humanos: iguales e increíblemente diversos.
Entonces, retomemos con anotar que el mismo artículo hace alusión al ala defensiva: la forma de ser del profe templó nuestro carácter, soy mejor profesional gracias a eso, etcétera.
No nos digamos mentiras: ¿es la primera vez que escuchamos algo así? No, y la consideración del maltrato ―llegando a negarlo como tal, y viendo a quienes se quejan como exagerados, poco realistas o “florecitas”― en términos de construcción pedagógica es más común de lo que parece, aunque aparentemente se hayan superado esquemas de décadas pasadas: tal vez ya no se le dan reglazos al estudiante, pero hay otras formas vigentes de hacerle sentir peor. Lamentablemente, llegamos a legitimarlas sin darnos cuenta: no reflexionamos lo suficiente sobre nuestro quehacer cotidiano, profesional, sobre sus motivaciones, implicaciones, esencias.
¿Por qué seguimos justificando estas formas de violencia? Claro, aquellos que defienden al profesor que les dice cosas humillantes creen, seguramente, que salieron muy buenos. Puede que sí, quién sabe, pero dejaré aquí unos puntos suspensivos... antes de desear: ojalá no repliquen dichas actitudes.
¿Qué nos hace pensar que cualquiera debería soportarlo? ¿Por qué deberíamos ser cómplices activos o pasivos? Demasiadas veces, cuando sale la noticia de una tragedia, por ejemplo, del suicidio de un muchacho ante tanto matoneo, se oyen voces del tipo: “a mí me hacían eso en el colegio y antes me fortaleció”, “uy, no, muy cristalito el hombre”, entre otras aún peores e incluso discriminatorias o estigmatizantes. ¡Qué mala costumbre la de compararse así! ¡El que usted se aguante algo no significa que yo deba hacerlo igual! Hay sensibilidades distintas, contextos diversos, cosmovisiones, en fin; también hay excesivo silencio.
II
Es común ―prácticamente “normal”, lo cual es peor— que muchos estudiantes tengan miedo a preguntar en clase, ya sea por el riesgo de equivocarse (sabemos que es una de nuestras tareas, profes: fomentar más errores, sin trauma, incluso con diversión y análisis) ante lo cual los compañeros se burlen de forma automática; o porque sienten que son los únicos que tal vez no han entendido algo (otra tarea: fomentar la pregunta, entre otras cosas para que algunos se den cuenta de que en realidad no lo habían captado todo, y luego agradezcan al inquisidor atrevido, al posible líder que allí se vislumbra).
Entonces, ¿qué pasa cuando es el profe quién se burla o desmotiva? Precisamente esa persona que, se supone, cree en los aprendices y esa es una de las razones por las cuales ejerce.
Perdemos la esperanza.
Nos vemos como fracasados.
Nos arropamos con el silencio del fracaso.
Un silencio que, demasiado tiempo, ha parecido cómodo.
Luego, cuando vemos que alguien se levanta y exige sus derechos (que son los de todos), muchas voces se quejan de que esa gente es la que tiene jodido al país, porque desordena todo... y nos alegramos de que la encierren o “controlen” (lo creamos o no, es una forma de legitimar, por ejemplo y en cierto modo, las masacres de líderes sociales, el paramilitarismo, las guerras, entre otros males).
Hace poco, un taxista me decía que los que tienen jodida a Francia son los chalecos amarillos, pues son los que entran a desordenar. Lamento este ejemplo para ilustrar el punto.
III
Con el matoneo, o con la indiferencia y nuestra incapacidad para dimensionar realmente el matoneo, terminamos empujando a la víctima a que sea ella quien cambie:
- El profesor no deja de humillar; el estudiante deja de preguntar.
- Alguien cede a la presión social y cambia su forma de vestir; quienes le molestaban hallarán una nueva excusa u otra víctima.
- Uno se cambia de colegio; es posible que llegue a un lugar peor.
- Etcétera lamentable...
¡Pero no miramos a los maltratadores! Ni a toda la cultura de prejuicios, estereotipos, mitos que los respaldan... O a sus propios contextos y circunstancias, su propio sufrimiento (sin que ello represente una justificación, por supuesto).
Estas mismas lógicas miopes y crueles son las que nos llevan a “callar para no dar papaya”, al para qué dijo eso si sabía que se le iban a burlar... y no hay mucho trecho de ahí a prácticamente justificar violadores porque para qué esa muchacha se fue vestida así. La estupidez tiene demasiadas formas.
IV
Nuestra violencia legítima la represión, pero no la pedagogía: el camino más corto que pone muros en lo inmediato, en vez de los argumentos que construyen puentes a mediano y largo plazo. ¿Más muestras de la ineptitud de quienes ostentan el “poder”? ¿Qué debemos mirar en cada uno de nosotros, los electores?
He escuchado de estudios que sustentan que somos una especie floja por naturaleza; pero deberíamos extinguirnos con más veloz dignidad.
V
Casi anexo:
No quisiera irme sin hacer alguna anotación sobre cierto “fenómeno social” al que no solemos prestarle la suficiente atención (creo): parecemos tener un gusto excesivo, casi subconsciente (si tal adjetivo aplica) por las palabras y actitudes soeces; incluso, llegamos a confundir el discurso de impetuosa violencia con muestras de liderazgo (véase Uribe, Álvaro), o la sobredosis de groserías con “berraquera, ese lo dice todo de frente”, sin notar su carga de violencia.
Tal vez me dirán que eso no es nada grave, que todo el mundo las dice y que no significan nada o que es en confianza, en fin; pero precisamente allí radica gran parte de su gravedad: la naturalización de esta violencia hace parecer que no podemos vivir sin ella; que si no la usamos somos “demasiado refinados” o algo así, despectivamente; o no somos sinceros. ¿Si saludo a mi amigo con hola, malp*****, desde que sea con cariño, no estoy enviando algo de hostilidad en mi mensaje?
Por otro lado, y en la misma lógica del no quejarse porque no es tan grave y para no complicar las cosas, he de poner aquí una especie de anécdota: alguna vez fui a un bar con unas compañeras de trabajo, tras la llegada de las cervezas expresé que el mesero me había resultado un poco tosco, ante lo cual mis acompañantes se burlaron e incluso me llamaron “la flor”. Siempre es posible que yo haya exagerado, pero en caso de tener razón, ¿debemos hacer caso omiso a estas actitudes? ¿Seguir en la onda de que, si no es grave, no tiene importancia? ¿No nos dejamos inundar de “pequeñas irrelevancias” que suman demasiado?
VI
Casi epílogos:
Vale, si usted es de los que necesita látigo para salir adelante, no puedo decir que no le respete; debo conocerlo primero, antes de generalizar con mi ocurrencia siguiente: o es un supremo masoquista o alguien con capacidad intelectual necesitada de abrupta y brutal sobreestimulación negativa para arrojar resultados bajo presión dignos de ser considerados como producto del fuego y el acero, aunque no se pueda asegurar que la espada sea elegante o al menos tenga filo.
La anterior escasez de aire y comas quizá lo diga todo, aunque se arruine el chiste (me disculpo).
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Alta exigencia no significa, necesariamente, maltrato.
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Nota muy bien sabida: también se da, cierto, que los estudiantes no preguntan precisamente por lo aburridos que están con la sesión y quieren que nadie le dé cuerda al profe; por otro lado, pasa cuando ellos no quieren que alguna frase o idea recuerde la tarea o el compromiso que ninguno ha cumplido. Nota meramente ampliadora de las tareas para los profes.
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De nuevo, gracias por leer mis divagaciones.