Es de práctica común el aforismo popular que reza “las reglas están para romperlas”, afianzado, en parte, por la cultura del incumplimiento que caracteriza a nuestra sociedad sin distinguir clases sociales, género, edad o raza.
Tal vez, por lo demás, el creciente número de infractores a las medidas de confinamiento obligatorio decretado por el gobierno, que para el cierre del mes de abril ya reportaba la imposición de más de 140.000 multas y la captura de 200 ciudadanos. Y la cifra sigue en aumento en todo el país, a diario conocemos noticias de personas que buscan eludir la cuarentena y esquivar la autoridad apelando a variadas estratagemas y múltiples excusas.
Esta marcada indisciplina, nos hace preguntar: ¿qué motiva a una persona a incumplir la norma y desconocer la autoridad? Lejos de analizar la conducta desviada desde el enfoque de la antropología, sociología o de la criminología, para responder mejor este interrogante resulta apropiado indagar sobre las mentalidades incumplidoras.
De acuerdo con el profesor Mauricio García, las personas se pueden clasificar de este modo:
“Vivos”: desobedecen las reglas calculando los costos y beneficios de su obediencia en relación a sus intereses.
“Rebeldes”: desobedecen para defenderse de la autoridad.
“Arrogantes”: violan las reglas porque dicen defender valores superiores.
Siguiendo esta tesis, los infractores denominados más “vivos” sopesan la relación costo-beneficio de su comportamiento, se aprovechan de la insignificancia de la pena o la incapacidad institucional para hacer cumplir las normas. Anteponen su interés, se ufanan de la habilidad para eludir los controles y se burlan del ciudadano obediente. La mayoría de las veces quienes actúan así, en lugar de recibir el reproche de la sociedad, son aplaudidos al considerarlos “avispados”.
Por otro lado, los infractores “rebeldes” no reconocen la legitimidad de la autoridad, se sienten perseguidos por ella y en esa lógica, se muestran anarquistas y asumen la desobediencia como un acto político de resistencia ante cualquier intento por disciplinarlos. Se creen con derecho a transgredir la norma por considerarla injusta.
Por último, los infractores “arrogantes” aceptan la norma, pero estiman que gozan de una posición de privilegio en la sociedad, que supuestamente les da el derecho a ser excluidos de acatar las reglas. Tienen la firme creencia en que la ley es importante para la sociedad pero está hecha para los de “ruana”, no para gente como ellos. Desafían las normas y la autoridad por considerarlas menos importantes y desestiman cualquier asomo de obediencia a las mismas. “Usted no sabe quién soy yo” es su predicamento.
Tanto los infractores denominados “vivos”, “rebeldes” y “arrogantes” colocan en tela de juicio la validez y eficacia de las normas y suponen un reto al Estado para lograr su acatamiento.
Estamos lejos de practicar el raciocinio socrático, según el cual la obediencia a las normas es un deber, en tanto: “el buen ciudadano debe obedecer aun las leyes malas, para no estimular al mal ciudadano a violar las buenas”. Esta máxima es una exigencia ética y un llamado a la autorregulación que evite el uso de la fuerza externa, a esto, añadiría Platón que una sociedad capaz de autorregularse no necesita de la coacción de las leyes para ordenar la conducta de sus miembros.
Sin embargo, la sociedad colombiana parece necesitar de mayor regulación externa de la conducta: lo permitido, lo prohibido, sus condicionamientos y sanciones, sin los cuales no es posible alcanzar cierto orden.