No me cabe duda que la mayoría de los sectores, llámense gremios, asociaciones, sindicatos y movimientos sociales que van a salir a marchar y protestar el 21 de noviembre entrante en todo el país, lo hacen por causas justas. Alzando la voz públicamente en las calles. Gritándole duro al mundo para que el gobierno cumpla medianamente muchos de los pactos y acuerdos firmados en mesas de negociaciones. Pero que se han quedado en meros compromisos y firma de papel.
Pero tampoco tengo un ápice de duda de que el derecho legítimo a protestar es una cosa. Y otra, claramente antagónica, es la violencia. Violencia que perversamente conducida se convierte en terrorismo. Por eso, cuando de pelear reivindicaciones sociales se trata, los gobiernos deben estar atentos a impedir que la violencia y el terrorismo —dos hermanos que actúan de la mano— hagan su aparición, destruyendo todo a su paso.
Lo hemos visto en los últimos meses en Bogotá, Medellín. Bucaramanga, Cali, Barranquilla: montones de policías prácticamente acorralados, sometidos y doblegados por chusmas de desadaptados sociales que les lanzan papas-bombas incendiarias, ladrillos, bombas con pintura, excrementos y todo tipo de elementos y objetos peligrosos, atentando seriamente contra la vida de los uniformados. Aún el mundo tiene frescas las imágenes de nuestros policías dominados en el piso y atacados sin piedad, en las puertas de la catedral primada de Colombia en Bogotá.
La policía, en cumplimiento de su deber legal de mantener el orden sin acudir al poder de las armas, se ve envuelta en una peligrosa encrucijada porque queda a merced de los violentos. Caníbales que no solo atacan sin clemencia a los servidores públicos de uniforme —colombianos humildes que no ganan en promedio más de 2 salarios mínimos—, sino que en su marcha vandálica van destruyendo todo: monumentos históricos, centros comerciales, entidades bancarias, sedes de oficinas gubernamentales, estaciones de transporte público, postes de luz, señales de tránsito, automóviles personales, vehículos públicos. Y de paso, no pocos de esos bárbaros saquean, roban con holgura aprovechando el caos.
Un distintivo inocultable de quienes cometen estos delitos, es que llevan sus rostros cubiertos por caretas, pasamontañas y máscaras. La pregunta aquí es si están tan seguros de que su protesta es justa, sus peticiones razonables y que cuenta con el respaldo de millones ¿por qué carajos se ocultan tras de una capucha para causar daño al país y al pueblo que dicen defender? Claro: si hablas con uno de ellos, te dirá, por ejemplo, que es para evitar que el Estado imperialista y represor los identifique y luego los desaparezca. ¡Cuentico chino y viejo este! Si así fuera, ya no habría estudiantes, ni profesores, ni izquierdistas, ni obreros, ni sindicalistas en este país.
Reclamar públicamente los derechos, protestar por la faltonería de este y anteriores gobiernos, no estar de acuerdo por las políticas estatales, disentir, discrepar, rebelarse, criticar con vehemencia es saludable y edificante para cualquier sociedad. Pero no como lo quieren seguir haciendo en Colombia un puñado de saboteadores, propagandistas y alborotadores de oficio. Que, incluso, como mercenarios van y vienen por todo el continente latinoamericano incendiando las válidas protestas ciudadanas.
Sediciosos que se disfrazan ya de estudiantes, ya de profesores, ya de trabajadores, ya de sindicalistas…ya de lo que sea con tal de infiltrase en las multitudes y causar terror. De hecho, de acuerdo con organismos de inteligencia del estado colombiano y de Migración Colombia, por lo menos una veintena de estos sujetos están plenamente identificados y son conocidas sus intenciones: sabotear y violentar el paro nacional convocado para el 21 de noviembre. Esos venezolanos, chilenos, ecuatorianos, bolivianos y españoles tienen que ser expulsados del territorio nacional.
La protesta social es un derecho constitucional y legítimo. Clarito lo dice el artículo 37. Pero siempre y cuando se haga con respeto y pacíficamente. Sin poner en riesgo los bienes, la honra y la vida de la gente. Se puede salir a las calles, reclamar y arengar sin necesidad de acudir a las vías de hecho para ser escuchados.
Ahora, frente a las voces gubernamentales y políticas que piden reglamentar con leyes estatutarias y poner en cintura la protesta social, no estoy de acuerdo. Me opongo. Para qué legislar sobre lo que ya existe. El Estado y los gobiernos tienen la obligación de proteger a la ciudadanía de los violentos. El monopolio y uso de las armas, cuando las circunstancias lo exijan, está en mano del Estado. El Estado no puede dejarse arrodillar ni menos someter de aquellos que, atrincherados en una careta, quieren destruir el país. Así de sencillo.
La gente de bien sabe protestar. La gente de bien no se esconde tras de un antifaz. La gente de bien no es violenta ni mucho menos terrorista. La gente de bien no atenta contra sus semejantes. Reglamentar y ponerle reglas de juego a las protestas puede ser riesgoso para una serie de logros políticos que a punta de luchas tenaces y esfuerzos gigantescos han alcanzado los movimientos sociales.
Esos logros son muestra de que en nuestra democracia cabe todo el mundo. Con todo y lo coja que es, con todo y la desbordada corrupción y atropellos a los derechos humanos que protagonizan tanto los sectores de la derecha dominante —política, económica y gubernativamente— como sectores de una izquierda populista y recalcitrante, convertida en grupos terroristas alzados en armas.
Protestar sí. Violentar y aterrorizar no. Digo yo.