Existen personas que, como los hechos, cambian el mundo de las personas. Marta Traba cambió mi historia.
Nos hicimos amigas en un largo viaje. Ella no sabía manejar, obviamente no tenía el menor sentido de la orientación. Yo era la primera vez que iba a la Universidad de Maryland, no teníamos la ruta clara y nos aburrían los mapas; resolvimos perseguir eternamente al bus que la llevaba a aquella institución. Fue un viaje lento. Nos reímos a carcajadas de la absurda situación. La risa, el entusiasmo y la alegría y estudio eran parte integral de su vida. Se reía por dentro y por fuera. Como en su novela Ceremonias del Verano encontramos desde risas incontenibles, risas internas, ataques de risa. También hablamos de la vida y la trascendencia, sobre la historia de los días con encuentros y desencuentros. Ella tenía un sentido de la vida extraordinario, un pensamiento íntegro.
Me contaba sobre los equívocos y prejuicios de típicos latinoamericanos en París cuando pensaban en los Estados Unidos y duró mucho tiempo burlándose de la caricatura norteamericana de la gente banal y del mundo de plástico. Pero ya en 1987 su marido Ángel Rama era profesor invitado del Departamento de Español de la universidad. Aprovechábamos la ciudad bella, con la Biblioteca del Congreso al lado y todas las facilidades y oportunidades de una sociedad opulenta.
Durante cinco años, tuve el privilegio de estar cerca, compartir su alegría y la sabiduría bondadosa y su devoción por el trabajo, la literatura, la música, las cosas bellas. Me proporcionó lo que hoy guardo como un tesoro: la felicidad estética.
En uno de los primeros días de nuestra amistad -que fue la vida- me regaló el libro El ancho mar de los Sargazos, de Jean Ryhs, y me invitó a ver Napoleón, de Abel Gance, que fue editado Francis Ford Coppola y con la interpretación musical en vivo donde el director de la orquesta, era el padre de Coppola. Comimos con Ángel una maravillosa sopa de cebolla y una milanesa que había preparado con enorme gusto.
Y, hoy soy lo que soy porque cuando ocurrió aquel fatal accidente de aviación de Avianca en Madrid en 1983, la Universidad me pidió que hablara sobre ella en la misa. Ese día, me comprometí a seguir el rumbo que ella me había mostrado, solamente para que su historia no muriera.
Vino al mundo un 25 de enero de 1930, en Buenos Aires, Argentina, hija de dos inmigrantes de Galicia que, según ella eran tercos como unas bestias –Francisco Traba y Marta Tain—. Y vivió en una casa en el barrio Vicente López. Me contaba que aprendió de la vida y del sufrimiento leyendo: “Mi infancia fue un verdadero valle de lágrimas”. A los catorce ya se había leído a Gorki, Dostoievski, Chejov y Tolstoi, a los 18 llegó Knut Hamsun y Panait Istrati y para completar Gide y Hermann Hesse. Y, como alter ego, se encontraba con la imagen de Ana Karenina.
Nació para ser escritora y por eso eligió la carrera de Filosofía y Letras que estudió a la carrera en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Durante ese mismo tiempo trabajó también en la Central de Telégrafos y Correos como traductora del Francés y, lo que no entendía, se lo inventaba. Más tarde, cuando vivía en París, trabajó con Octavio Paz, le pasaba a limpio El Laberinto de la Soledad, quien se le quejaba a su amigo Fernando de Szyszlo de, su joven a los 19 años. Se graduó y trabajó con el crítico de arte Jorge Romero Brest en la revista Ver y Estimar. Allí publicó sus primeros artículos y rápidamente encontró su rumbo en el mundo del arte en la dimensión de la escritura. Fue siempre indomable.
Desde muy joven, Marta Traba eligió una vida errante –que con los años se convirtió en una condición de exilio—. A los 20 años, se fue a Europa en un barco en tercera clase a Italia. Las razones bien las dice ella “primero porque abominaba a Perón; segundo porque durante veinte años no había podido salir de colectivos, buses, metros, trenes y otros medios de transporte hechos para humillar y masacrar a la gente, y tercero porque no me gustaban los argentinos”.
Partió para siempre con una pequeña maleta roja. “Necesitaba aprender de la soledad y la libertad” y quería otros argumentos de vida. Se fue a Roma pensión en un convento de monjas en la calle Suore Ravasco. “A cambio de su trabajo que era copiar la planilla del estado de pensiones, le daban una cama y un almuerzo”. Por las tardes aprendía de la ciudad calle a calle plaza a plaza… Roma Pontífice Máximo, Roma, la mano de Marco Aurelio Roma en el camino corintio de Santa Sabina, Roma de la plaza Navona. Allí recibió clases de historia del arte con Leonalo Venturi.
Después vino París. Llego a la estación de Tren de Garde du Nord. Vivió en el último piso del Hotel Welcome. En esa ciudad pudo imaginar en la cara de los franceses los personajes de Goya, como rutina visitaba la casa de Delacroix, imaginaba tocar los laúdes de Watteau. O pensaba en Matisse muriendo mientras dibujaba y recortaba sus papeles sin cansancio y estudiaba Historia del Arte en la Sorbona.
Como le sucedió siempre, ella necesitaba constantemente un horizonte abierto. Ella lo abría. Sabía de su capacidad de trabajo. Tenía rigor y manejaba una estricta disciplina discreta. Confiaba en su ritmo interior, no tenía barreras porque conocía bien sus debilidades. Tenía un inmenso don de la palabra, una organización mental y unas convicciones férreas que la llevaron al éxito y a la adversidad. Se preocupaba por mantener una cultura amplia. Día a día, mantenía el entusiasmo por adquirir una nueva dimensión de las cosas, una nueva interpretación del mundo, un entendimiento más real de las situaciones políticas. Le interesaba la historia y le apasionaba el presente. Dedicó la vida a su trabajo que siempre tuvo a la escritura como eje y oscilaba entre la crítica y la novela. Entendió que la historia, toda biografía, toda descripción de la realidad, es una ceremonia tenida de prudencia. La historiadora tiene la obligación de documentar, el novelista inventa, puede mover sus personajes y concertarlos en cualquier lugar y tiempo. Así fue una de las primeras voces que escribió sobre los desaparecidos.
En 1952, en París, escribió su primer libro de poemas: La Historia natural de la alegría.
En 1954, llegó a Colombia, casada con Alberto Zalamea, y eran dos soñadores que recorrían los caminos del periodismo colombiano. Participó con otro gran modernista, Jorge Gaitán Durán en la revista Mito. Desde que la televisión fue un hecho en Colombia, ella comenzó a realizar sus programas sobre historia del arte que emitían en directo y como si fuera poco, en la Universidad Nacional obtuvo su cátedra sobre Historia del Arte desde donde fomentaba la cultura de las artes plásticas con inmensa generosidad y observaba como los jóvenes intuían un nuevo rumbo en el arte colombiano. En la misma universidad fundó como mística de las artes, su templo: el Museo de Arte Moderno. Emma Araújo de Vallejo lo cuenta: “… lo instaló en una pequeña construcción de la Caja de Previsión Social; tumbó muros y surgieron salas, levantó una tapia y apareció el patio de esculturas y aún más importante, el Museo y el departamento de extensión se convirtieron en centro cultural; mesas redondas, simposios, conferencias, exposiciones de artistas colombianos y extranjeros se mezclaron de manera espontánea.”. Como era una incansable trabajadora, también daba clases de arte en la Universidad de los Andes. Ella bien lo sabía, fomentar el conocimiento era la manera de demoler estadios retardatarios.
Su crítica en los diversos diarios de Bogotá siempre fue aguda y severa porque no podía permitir el encierro de un mundo claustrofóbico en el que se encontraba el arte colombiano. Era severa con las cómodas tradiciones académicas en la mitad del siglo XIX. Su aguerrida lucha tenía el convencimiento de que en el ambiente no se había despertado el espíritu de la modernidad, y que por lo tanto existía un retraso fundamental que era intolerable. Llegó a desenmascarar la situación que cómodamente la representaban con retratos, a luchar contra el paisajismo, a instigar el movimiento de Los Bachúes, a remover la actitud tradicional en favor por la modernidad.
Cuando los militares tomaron a la Universidad Nacional en el famoso año de Tlatelolco, le pidieron su opinión, y declaró con la vehemencia que la caracterizaba, su inconformismo ante la ocupación y denunció los destrozos que había realizado el ejército. Estas declaraciones fueron motivo suficiente para que el presidente de ese momento, Carlos Lleras Restrepo la expulsara del país. Era una extranjera interviniendo en los asuntos internos. Le dieron veinticuatro horas para salir, y desde ese momento la palabra exilio fue una imagen y un concepto que se incorporó a su vida.
Como pedagogía e impulsora de la cultura, le explicó al público colombiano en general un destino más amplio. Demostró y formó una nueva generación de artistas y los llamó “al salto al vacío”. Cerró y abrió caminos, explicó nuevas propuestas, dignificó la ironía de los marginales, subrayó la importancia de los coleccionistas de arte moderno latinoamericano. Marta Traba tenía un acertado y severo ojo crítico y hoy, la historia le da la razón. Desde la década de los sesenta fue abriendo los caminos del “boom”. Demostró cómo Alejandro Obregón comenzó la historia de la abstracción, explicó la deformación de Fernando Botero, la dimensión de artistas extranjeros como Leopoldo Richter y Wiedemann en el mundo contemporáneo colombiano; resumió la geometría de Eduardo Ramírez y Edgar Negret, se comprometió con la anarquía de Feliza Bursztyn o el dramatismo de Antonio Roda. En la década de los setenta resumió el mundo del arte Pop y el arte Conceptual. En cada época tenía una generación de titanes que asumían la modernidad como lo que son: testigos de su propia historia.
Falta mucha historia pero siguió siempre igual hasta su muerte en un accidente de avión de Avianca en Madrid donde murió junto a su esposo.