Se nos apareció la virgen. Lo hizo como le gusta hacerlo: de repente. Esta vez no fue como una humedad dispareja en la pared de una casa humilde. Tampoco era la veta de una madera envejecida que entre tonos pardos retrataba toda su figura. No. Se nos apareció —de un momento a otro— en forma de altar en un parque vecino de árboles altos desde donde gorjean los pájaros en las mañanas. Alguna vecina creyente —o penitente quizás— decidió, sin consultárnoslo, hacer un pequeño santuario con una imagen de la virgen María en cerámica. La cubrió, para protegerla de impíos y lluvias, con una urna acrílica transparente. La rodean flores de colores que se van marchitando hasta que alguien —la vecina, apuesto— las cambia con regularidad. Desde luego, otros vecinos —o transeúntes— se hicieron sentir: días después apareció un cartel escrito en una hoja cuadriculada que recordaba que este era un país laico. Debo confesar que aunque de cierta manera le di la razón a la queja anónima —por alguna razón o temor nadie la firmó— el altar no me molesta. Es más, cuando paso con mi hija le he enseñado a saludarla y darle las gracias. En casa el acto místico más frecuente es el agradecimiento diario. Estoy seguro que nadie se atreverá a dañar la imagen: la superstición todo lo puede.
Cuenta el fantástico Carrey que subió corriendo a su cuarto, se arrodilló frente al borde de su cama y con toda la fe (no hay mejor creyente que alguien de diez años) le pidió la bicicleta a la virgen
Este episodio me recordó una entrevista que le hicieron al cómico Jim Carrey en la que contaba que siendo un niño le pidió a su padre una bicicleta y éste, tratando de evitar algún conflicto o alguna explicación mayor, le dijo, pídeselo a la virgen María. Cuenta el fantástico Carrey que subió corriendo a su cuarto, se arrodilló frente al borde de su cama y con toda la fe (no hay mejor creyente que alguien de diez años) le pidió la bicicleta a la virgen. Días después alguien toco al timbre de la casa. Era un empleado de una empresa de envíos que cargaba con dificultad una lustrosa bicicleta nueva para el pequeño James Carrey. Su padre no se la había comprado ni mucho menos. El misterio se resolvió después cuando se supo que el mejor amigo de la escuela del niño lo había inscrito en una rifa en una de las ferias locales y por un golpe de suerte —con una indiscutible ayuda providencial— se convirtió en ganador del vehículo que en silencio Jim había pedido con tanto fervor.
La anécdota me pareció maravillosa porque en esencia revela el más robusto de los argumentos que brinda sin cesar a sus feligreses el catolicismo, mi religión: la inminencia del milagro. Tal y como lo hace —una y otra vez— ese maravilloso director italiano que es Paolo Sorrentino, quien en varias de sus películas al tocar el asunto de la religión de Cristo apela a aquella invención poderosa y para muchos, indiscutible. Flamencos rosados volando muy cerca del coliseo romano ante el soplo de una monja centenaria, en su máxima obra La grande belleza, describen la poesía infinita que ha traído la figura literaria del milagro. Para mí quizás todo es más simple, o al menos intento hacerlo más simple: descubrir el milagro en todas las cosas y personas que me maravillan. Las nubes que tapan las cordilleras verdes del Quindío que estoy viendo en este momento, por ejemplo. La sonrisa de mi mujer cuando en cada amanecer me pide un beso, un abrazo y un café, por ejemplo. O la virgen que se apareció en el barrio y que hace que mi hija cada vez que giramos por esa esquina diga adiós María, por ejemplo.