Cuando conocí al profesor Alberto Assa en un Concierto del mes de un octubre de 1976, jamás imaginé que alguna vez llegaría a tener alguna relación cercana con él, con su legado cultural; con su importancia puesta en el contexto de lo mejorcito que le ha pasado a Barranquilla en toda su historia.
Él había llegado a esta ciudad en 1957, huyendo de las guerras de Europa en las que había luchado, y que le habían significado inclusive prisión y casi la muerte. Iba para Bogotá pero se quedó en Barranquilla con nada más que una simple carta de recomendación para Fray Alberto de Totana, un padre capuchino radicado aquí; personalidad de altos quilates espirituales a la que quedaría unido para siempre en reverencia y amistad.
Había logrado, contra toda adversidad, fundar un proyecto educativo y cultural en la ciudad, expresado en creación de escuelas de lenguas, universidades, colegios; en especial dos que le sobreviven: el Instituto Experimental del Atlántico y el Concierto del Mes.
Pero tengo que decir que para mí, para quien la música había significado el vínculo fundamental con mi padre, con quien había aprendido a escuchar de manera disciplinada y consuetudinaria los conciertos de la Radiodifusora Nacional de Colombia, o los conciertos del programa Música para todos de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, que transmitía nuestra televisión pública de entonces; y para quien no había asistido nunca a un concierto de música clásica en mi vida, representó un gran impacto encontrarme que en Barranquilla, donde ahora vivía y estudiaba, cada mes podía tener la oportunidad de ver a grandes concertistas internacionales en conciertos y programas celosamente conceptuados y escogidos. Fue por tanto una de las experiencias más edificantes que haya podido vivir.
Pero para mí era realmente una especie de incógnita, casi un misterio, aquel hombre delgado y de blanco vestido que repartiendo regaños, saludos cordiales y programas de mano, dirigía enérgicamente todo lo que ocurría en la sala, antes, durante y después de los conciertos. Era el profesor Assa y a él debía yo la maravilla de disfrutar la música de los grandes de la historia por solo unas monedas que era lo que valía la boleta de entrada en el Almacén Musical del centro de Barranquilla, cuando no las conseguía gratuitamente en la puerta del teatro a través de alguien que siempre tenía una demás.
Pronto supe quién era, a través de sus ejecutorias educativas y culturales; a través de su temperamento festejado y temido por igual; por sus columnas indeclinablemente comprometidas con la educación y la cultura como factores definitivos del progreso y el desarrollo; por un humor que pocos entendían y que muchos malinterpretaban; y por una traducción extraordinaria, entre otras muchas, que hizo de las Cartas a un joven poeta, de Rilke, y que yo leí con gran deleite e interés en aquellos primeros años de iniciación en la poesía.
Aprendí que Assa era todo un personaje y por más de 20 años no fui más que un admirador distante de su persona y un cercano beneficiario de su genial manera de hacer gestión cultural cuando de eso nadie sabía ni hablaba en este país. Muchas veces fui regañado por sentarme en una butaca del concierto reservada a unos de sus auspiciantes. Alguna vez coincidimos, y fue la primera vez que estuve sentado frente a él en una mesa de contertulios en la vieja Librería Nacional del centro de Barranquilla, y me preguntó que quién era yo y a que me dedicaba. Le dije que escribía poesía y miró hacia otro lado y cambió de tema.
Cuando volvió a mirarme me dijo: “Así pues, el cadete Renato Rilke nos ha salido poeta”. Y yo no supe qué decir. Los demás rieron. Y algunos meses después descubrí que aquella era una frase que le dice un profesor de la academia militar a Rilke cuando lo descubre leyendo unos poemas.
En esa tertulia llamada la Tertulia del Gallo Capón, en la que Joaco Mattos y yo era los benjamines, y de la que Assa no era asiduo y nosotros sí, volví a tratarlo dos o tres veces más. Sin consecuencias graves.
Hasta cuando, sin perder la continuidad de los Conciertos del mes, empecé a tratarlo con mayor cercanía cuando fui secretario privado de un alcalde de la ciudad y me correspondía atenderle cuando llegaba a la alcaldía para indagar por los aportes que el estado debía dar a sus proyectos educativos y que siempre, como entonces también ahora, era una lucha para concretarlos. Yo solo intentaba hacerle menos penosa aquella afrenta y algunas veces lo lograba.
Fue en ese entonces cuando pude conocer todos y cada uno de los libros, que el tradujo del alemán o del francés a un impecable español, porque amablemente me los regalaba, y que constituye, sin duda, otra de sus grandes aportes al edificio intelectual y espiritual de los hombres del Caribe colombiano, sin que muchos estén siquiera enterados.
Assa. El hombre que caminaba incansablemente la ciudad persiguiendo siempre el sueño de educar a los que no tenían para educarse.