Nostalgia de las cosas pequeñas

Nostalgia de las cosas pequeñas

La grandeza de la vida se encuentra en el día a día: en la emoción de un abrazo, lo profundo de un beso, la calidez de un atardecer, las tertulias con los amigos...

Por: Ángela María Daza Ocampo
abril 24, 2020
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Nostalgia de las cosas pequeñas
Foto: Pixabay

En estos días de confinamiento me ha entrado la nostalgia; nostalgia por los besos, por los abrazos, por los arrunches, por las charlas cercanas con los amigos, entre vino, café, cervezas, risas y postres... Extraño esos días en los que podía salir sin tapabocas, guantes y gorra —la uso para que no vean mi despeluque—.

Pero lo que más extraño es el pasado. Ese en el que podía besar y abrazar a mi mamá hasta hacerla reír; ese en el que podía ir al cine a comer crispetas mixtas —de queso y caramelo—, acompañadas de una porción de queso cheddar para sumergirlas una a una ,y por supuesto, lograr el maridaje perfecto con una Coca Cola helada. Extraño ver las calles y los locales con gente, no era consciente que nuestra presencia los dotaba de sentido, de vida, sin nosotros estos lugares lucen tristes y sin sentido. Añoro esos días en los que era feliz, pero no era tan consciente de ello.

Mi primer acercamiento con el coronavirus fue el 23 de enero de este año, iba en un avión con destino a ciudad de México. De repente, empieza un anuncio inusual, que recuerdo decía algo así: “Por disposición de la organización mundial de la salud (OMS) y para prevenir el contagio con COVID-19 este avión va a ser fumigado”. Sale el auxiliar de vuelo por el pasillo y empieza a caminar con un aerosol rociándonos como si fuéramos matas. Acto seguido ingreso Google y empiezo a buscar más información de este virus. Para ese entonces, no lo veía como algo tan grave; lo sentía lejano y que tal vez no llegaría a traspasar fronteras.

Llegué al DF y el coronavirus se me olvidó por completo. Lo primero que quise hacer, fue ir a probar un plato típico y me decidí por el sope de cochinita; consistía en una base de tortilla, sobre la que colocaron un picadillo de cerdo con una salsa agridulce —parecida al sabor del mole—, le adicionaron lechuga picada, crema de leche y queso rallado. Mientras lo preparaban observaba el lugar, estaba llenísimo; la gente hablaba, sonreía y comían con un gusto… Todos muy cerca, los unos de los otros. Esa semana pasó rápido. Fui al Zócalo, Teotihuacán, al Palacio de Bellas Artes y a la casa de mi amada Frida Kahlo.

Regresé a Colombia, a empezar mi semestre académico. Ya era febrero, mientras estudiaba, el virus seguía expandiéndose por el mundo; igual, seguía viéndolo como algo lejano. Empecé a tomarlo en serio, cuando la OMS declaró al brote del COVID-19 como pandemia el 11 de marzo. Ahí sí pensé: “la cosa se está poniendo fea y se va a poner peor”.

Estábamos ya a mediados de marzo y comencé a ver qué países europeos como Italia y España entraban en aislamientos obligatorios. Hasta ahí normal, y una medida necesaria por parte de los gobiernos. Lo feo, lo realmente escalofriante, e inverosímil llegó, cuando comencé a leer que médicos italianos debían elegir de cierta forma, que pacientes contagiados por COVID-19 “vivían” o “morían”. Me decía: ¡Dios! esto no puede estar pasando, ¿cómo decirle a alguien que lucha por conservar la vida, que la deje ir? A medida que pasaban los días, observaba como las cifras de contagiados y muertes crecían de manera exponencial. Y veía con dolor cómo personas a miles de kilómetros de distancia no podían despedirse de sus seres queridos por evitar contagios.

Aquello que veía como lejano llegó, no con la primera paciente confirmada en territorio colombiano, sino al empezar a ver que ya no solo eran las personas que habían estado fuera del país. Por el contrario, ya había casos donde no se podía establecer una línea epidemiológica clara. Ya no eran solo las personas que habían estado en Europa, ahora podía ser cualquiera... porque este virus no conoce de clases, razas, sexo o religión. Todos sin excepción alguna somos vulnerables a él.

Llegó el primer simulacro preventivo, las medidas de aislamiento obligatorio y sus respectivas prórrogas y con ellas una ola de pobreza, solidaridad, proactividad, inactividad miedos e incertidumbre. De repente, realidades lejanas, se volvieron cercanas; empezamos a comprender el papel fundamental de ciertos actores para el funcionamiento de la sociedad: los médicos, los campesinos, los transportadores, los aseadores... y que cada uno, es una pieza fundamental, para el engranaje perfecto de esta gran máquina llamada sociedad.

El poder de este virus no radica en su alta tasa de mortalidad, sino en las lecciones de vida que está dejando en la humanidad: nos necesitamos unos a otros, a pesar de que los diferentes aparatos sociales promueven la individualidad de manera exacerbada. La vida es el mayor bien que poseemos; por lo tanto, los sistemas de salud deben ser robustos y requieren una mayor inversión por parte de los estados. La grandeza de la vida se encuentra en las cosas pequeñas: en la emoción de un abrazo, lo profundo de un beso, la calidez de un atardecer, las tertulias con los amigos. En compartir con los otros, que es lo que ahora se nos niega.

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