Nostalgia de Antanas y Los Caballeros de la Cebra
Opinión

Nostalgia de Antanas y Los Caballeros de la Cebra

La campaña de cultura ciudadana de la primera alcaldía de Mockus contiene los mensajes que requerimos en estos años de trampas y agresiones

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febrero 20, 2017
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Escuchando acerca de las transacciones filantrópicas en cafetería en el Parque del Virrey de Bogotá, de la generosidad en el pago de asesores de campaña de parte una firma constructora brasileña, de las llamadas entre el gobernador recién electo y capturado de la Guajira y sus acreedores políticos, de la carga de agresividad en los discursos políticos, se siente nostalgia por la narrativa de Antanas Mockus.

Hace 23 años Antanas renunció a la rectoría de la Universidad Nacional para, meses después, lanzarse como candidato a la alcaldía de Bogotá. Con gastos mínimos derrotó a su adversario, el alcalde actual, a quien venció en todos los debates con un discurso fresco centrado en la cultura ciudadana.

Pasaron cosas extrañas en esa, su primera alcaldía. Gente sin experiencia política, muchos de ellos académicos, tomaron las riendas de la ciudad. Bichos raros que dejaron las finanzas saneadas, que jamás hicieron parte de la crónica roja de la corrupción. Más allá de la buena gestión en la parte “dura”, trátese de La Empresa de Energía de Bogotá, de la Secretaría de Hacienda, de la de Planeación, del IDU, lo más notable ocurrió en el lado “blando”: la manera en que Mockus y su equipo quisieron incidir en la forma en que convivimos.

Entre lo raro están hechos como que el Instituto de Cultura y Turismo era una de las entidades centrales de su gestión, dirigida por quien fuera el secretario general de la Nacional, el físico Paul Bromberg. Como que crearon una orden de nombre Los Caballeros de la Cebra, integrada por miles de taxistas, exitosísima en su momento por el respeto a las normas de tránsito, pero, principalmente, por el compromiso de promover una relación armónica con los pasajeros.

Los códigos de la Orden hacen una falta inmensa hoy, no solo por sus implicaciones literales en la convivencia cuando nos movilizamos en las ciudades, sino como símbolo de la forma respetuosa en que los ciudadanos deberíamos tratarnos unos a otros en estos tiempos de agresión y de atraco a los recursos públicos, bien en Bogotá o Ríohacha.

 

 

Para ser ungido caballero,
un taxista debía firmar un acuerdo de cuatro puntos
que debía aplicar en su relación con cada uno de los pasajeros

 

 

Para ser ungido caballero, un taxista debía firmar un acuerdo de cuatro puntos que debía aplicar en su relación con cada uno de los pasajeros. Debía estar pegado de forma visible en el interior del vehículo, de modo que los usuarios sabían cuándo estaban en territorio de los Caballeros. ¿Qué decía el acuerdo?

Lo primero, que el taxista debía tomar la iniciativa en saludarse con el pasajero (“no cuesta nada y sí dice mucho”). En segundo lugar, se debía cobrar y pagar lo que el taxímetro registrara por la carrera. Se instaba a que los pasajeros llevaran “sencillo” en sus futuros viajes. Si no hubiera sencillo, entre las dos partes se acordaba el redondeo de la tarifa. El tercero, como lo registró El Tiempo, “pensemos que es mejor caminar unos pocos metros cuando encontremos trancones y no perder tiempo valioso en ellos”. Finalmente, que debía concertarse entre los dos, conductor y usuario, el destino y la ruta para llegar. De ahí que, hechos los acuerdos, se exhortaba, si se podía y quería, a hablar tranquilamente de otras cosas durante el recorrido.

Periódicamente, alcalde y director del Instituto premiaban a los mejores Caballeros, seleccionados por los pasajeros que, si se sentían satisfechos, podían llamar a un número telefónico creado para el efecto, puesto que no había aún la opción que ofrecen hoy aplicativos como el de Uber, de calificar el servicio. En un mundo de conductores hombres, resultaba poco usual que una mujer fuera seleccionada, aunque hubo una que otra, lo que les obligó a crear diplomas para premiar a las Damas de la Cebra.

¿Qué tal el cuento de Recursos públicos, recursos sagrados, dicho y repetido como si fuera un mantra oriental? ¿O el de Reglas de juego claras, resultados inciertos? ¿O el Todos ponen, todos toman?

O la lucha por la reducción de los homicidios en aplicación de otra letanía, La vida es sagrada. Que, acompañada de campañas de desarme, efectivamente, contribuyó a reducir la tasa de homicidios en la capital. Eso, pese a las críticas del comandante de las FF. MM. y de aquellos que requieren de equipos armados para ir a Carulla.

La sacó del estadio con la campaña de ahorro de agua. Usted utilizaba su teléfono fijo Etb (había millón y medio de líneas residenciales entonces) y un mensaje grabado por Mockus le echaba, en pocos segundos, el cuento del vaso de agua para cepillarse los dientes en vez de abrir el grifo y de soltar cada tercera vez que se hacía “número 1”. ¿Invasivo? Quizás un poco; lo cierto es que la ciudadanía ahorró en el consumo de agua. Para explicar la campaña, solía contar la historia de Popeye, héroe de tira cómica y novio de Oliva, surgido en momentos de escasez de carne en los Estados Unidos, que se fortalecía cuando comía espinaca.

La campaña de cultura ciudadana de la primera alcaldía de Mockus contiene los mensajes que hoy requerimos en estos años de trampas y agresiones. Con excepciones, Claudia López, Sergio Fajardo y otros pocos, el escenario político y sus actores  han olvidado que los recursos son sagrados. Hace mucha falta el discurso de Antanas.1

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