La constitución de Estados Unidos de América, madre de todas las constituciones escritas, fue promulgada en 1787, como resultado del triunfo de la guerra de independencia contra Inglaterra. La guerra se acaba con la batalla de Yorktown en 1781 y los acuerdos posteriores desembocaron en la convocatoria de la convención de Filadelfia. O sea, la Constitución nace de una guerra. En 1885 luego de la derrota del Radicalismo en la Batalla de la Humareda, Rafael Núñez, presidente de los Estados Unidos de Colombia, que habían nacido en la Constitución de Rionegro de 1863, sale al balcón de la casa de Nariño y dice: “La Constitución de Rionegro, ha dejado de existir, sus páginas manchadas han sido quemadas entre las llamas de La Humareda”. O sea, la Constitución de 1886, que crea la República de Colombia, nace de una guerra.
Y es que la guerra es uno de los ejercicios más notorios del poder constituyente. Quien gana reemplaza el orden establecido. Las normas del antiguo régimen dejan de tener vigencia. El poder constituyente empero, puede manifestarse de maneras menos dramáticas. Puede por ejemplo ser convocado por el antiguo régimen, para que establezca las normas de uno nuevo, en el entendido de que el anterior ya no funciona. Es una especie de suicidio constitucional, como sucedió con la convocatoria de la Asamblea Constituyente que promulgó la Constitución de 1991 en Colombia, de una manera bastante arbitraria, posible porque la situación política lo permitió. Fue un golpe blando a la Constitución de 1886.
También puede convocarse a los ciudadanos a movilizarse por todos los medios conocidos, presenciales o virtuales, para pedir un cambio constitucional y crear una presión política medida por la magnitud y la extensión de las movilizaciones, de tal naturaleza, que obligue a convocar una asamblea constituyente, sin seguir las normas del antiguo régimen que se quiere cambiar. O sea, darle un golpe blando a la Constitución de 1991. ¿Pero, la situación política lo permitiría y vale la pena el riesgo?
Cuando el presidente habla del Poder Constituyente se refiere a la otra cara del pueblo, la gente pobre, marginada. No “Nosotros, el pueblo” sino “Ellos, el pueblo”
La Constitución de Estados Unidos comienza con las palabras “Nosotros, el pueblo” (We, the people), pero no era todo el pueblo el que la promulgaba sino grandes propietarios blancos, esclavistas y letrados. Quienes no tenían esas condiciones no tenían derecho al voto. Algo parecido sucedió con la asamblea constituyente que promulgó la Constitución de 1886, centralista, clasista, clerical. Cuando el presidente Gustavo Petro habla del Poder Constituyente se refiere a la otra cara del pueblo, la gente pobre, marginada, poco educada; a los movimientos afros e indígenas, a los sindicatos, a las organizaciones sociales populares. No “Nosotros, el pueblo” sino “Ellos, el pueblo”
La razón para hacer esa apelación al pueblo es la mala suerte con que han corrido sus propuestas de reforma en temas sensibles como la salud, las pensiones, la educación y el empleo. Quiere el presidente llevar esa agenda a consideración del poder constituyente de los desposeídos, así que lo que habría que preguntare, en medio de semejante alboroto que todo el asunto ha suscitado, es si esa agenda es de interés para esas personas.
El pueblo de que habla el presidente no pertenece al sector formal de la economía, es decir no tiene un empleo estable y bien remunerado, como para ser beneficiario de normas más estrictas sobre estabilidad laboral, que es la esencia de la reforma laboral; o de mayores garantías para pensionarse, puesto que no cotiza a la seguridad social, que es la esencia de la reforma pensional; o de mejores servicios de salud en los territorios alejados, donde nunca ha habido, al costo del desmonte de los que ya tienen en las ciudades, que es la esencia de la reforma de la salud; o de acceso a la educación gratuita desde la infancia hasta la universidad, que es la esencia de la reforma educativa, cuando la educación pública, salvo casos excepcionales es de mala calidad y el sistema educativo está muy lejos de poder absorber esas nuevas demandas. Para un observador desprevenido parece más una agenda para la clase media, que difícilmente movilizaría al “pueblo” en su defensa.
Ninguna de las reformas que se están proponiendo requiere de una guerra, o de un estallido social o de un suicidio constitucional para desarrollarse. Entre otras cosas porque los derechos que defienden ya están incorporados a la Constitución de 1991, muy garantista en su articulado y, hay que reconocer, poco desarrollada. El sano debate de las reformas en el Congreso ha sido en pro de mejorar sus disposiciones, porque los beneficiarios de todas ellas hacen parte del país urbano y moderno que tiene intereses representados en él. ¿Se movilizarán “Ellos, el pueblo”, en su defensa?