Hace poco, una amiga me pidió el favor de ayudarle con un trabajo que debía entregar para su clase de maestría en comunicación. Gustosamente acepté esperando el trabajo, pues había pasado mucho tiempo desde la última vez que hice el análisis del texto de algún teórico. Más que todo quería encontrarme con Martín Barbero, Rosana Guber, Chantal Mouffe, García Canclini y demás nombres que desfilaron durante mi paso por la Universidad, para saber si eran tan pesados como creía.
“Tengo unos artículos científicos. Toca leerlos y analizar cuáles teorías fueron las que usó el autor para realizar el estudio. Qué tipo de metodología usó (en algunos casos ellos mencionan cuál es) y cuáles son los principales hallazgos (es decir las conclusiones)” Me dijo con emoción mi compañera, pues con la ayuda de este servidor su trabajo se minimizaría en gran medida.
Cuando recibí el encargo quedé lelo, parecía que me estuviera preguntando por la fórmula molecular del ácido sulfúrico que me quería tomar como alternativa al: "trágame tierra".
En un principio me sentí avergonzado con ella y conmigo mismo por haberlas olvidado. Le respondí que las teorías de la comunicación habían pasado por mi cabeza en la Universidad hacía más de un lustro, y que a lo sumo recordaba que en cierta época de mi vida me daba lata con un señor llamado Jurgen Habermas y su ‘Acción Comunicativa’.
Más allá de repasar los postulados, jamás me había preguntado en qué caso estuvo presente la teoría de la aguja hipodérmica, ni tuve en cuenta a la escuela de Frankfurt, ni al modelo de Shannon y Weber a la hora de desempeñar mi trabajo.
Decía esto mientras desfilaban frente a mis ojos las conclusiones de la teoría positivista, la estructuralista, la funcionalista, (por cierto esta última muy latente en nuestro entorno) y al mismo tiempo recordaba un video que había visto de una conferencia del desaparecido libre pensador Jaime Garzón, en Cali, quien en la charla se cuestionaba, y hacía pensar a quienes asistieron, si realmente cobraba importancia aprender ciertas cosas que se enseñan en colegios y universidades.
Sobre esa inquietud debo responder que por lo menos a mí nunca me han preguntado sobre el hidrógeno, el litio, el sodio, el potasio, el rubidio, el cesio, y el francio; pero sí recuerdo con mucha claridad que usé un método muy lúdico (desde luego no enseñado por el profesor) para aprenderme toda la tabla que tenía que recitar de memoria en una evaluación, con oraciones como la siguiente: Hermanos LIstos NAcidos en kanzas RoBaron CerezaS FRancesas.
Como ven, las letras mayúsculas son: H, Li, Na, K, Rb, Cs, Fr. De tal manera que me resultó muy fácil aprender los símbolos químicos. Pero más allá de recordar la forma de aprendizaje, no he sabido para qué sirve el rubidio y cómo lo podría usar en mi vida.
Tampoco he mantenido conversaciones fluidas, ni superficiales sobre el reino mónera o protista, ni sobre las células eucariotas y procariotas.
Con todo respeto debo decir que ni las teorías, que le pidieron a mi amiga en su trabajo de posgrado y que yo vi durante mis años de carrera en Comunicación Social, ni los símbolos químicos, ni la tangente, ni el seno, ni el coseno, me han servido en mi vida profesional y personal; así como otras lecciones que pasaron sin pena ni gloria por mi testa durante mis años de estudiante.
Desde luego que cada quien desde su mundo le encuentra utilidad a estas y otras cosas que enseñan en instituciones educativas a nivel general, pero creo que aquello que no logra calar en nuestra memoria, son enseñanzas que se dieron inútilmente. Habrá que encontrar desde la educación un camino que lleve a dar lecciones que sirvan y se queden en la cabeza, más que llenar las aulas con cátedras que se dictan por requisito.