“Nos están matando”: una frase diaria entre las mujeres de Colombia

“Nos están matando”: una frase diaria entre las mujeres de Colombia

"Mientras el abordaje de la problemática y la búsqueda de soluciones continúe desde los prejuicios morales o personales y no desde su inscripción como una realidad existente"

Por: Manuel Forero Figueroa
mayo 02, 2017
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“Nos están matando”: una frase diaria entre las mujeres de Colombia

Sara Salazar, Yuliana Samboni, Silvana y todas aquellas mujeres, niñas y adolescentes, que han sufrido el flagelo del machismo colombiano, hoy nos ponen ante una encrucijada ética, jurídica, política y cultural. En Colombia, según los datos de Medicina Legal, en lo que va corrido de 2017, se han reportado un total de 4889 casos de abusos a menores, de los cuales 495 se refieren específicamente a niños y niñas que se encuentran entre los 0 y los 4 años de edad. De acuerdo al “Sistema de vigilancia en salud pública de las violencias de género”, diariamente en Colombia, cerca de 43 niñas y adolescentes son víctimas de diferentes formas de violencia sexual. En total, representan el 73% de los casos reportados; sin mencionar, el subregistro existente y procedente del anonimato el cual se percibe en la diferencia de las cifras presentadas por Medicina Legal y las anunciadas por la directora nacional del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), Cristina Plazas, para quién la cantidad de denuncias por abuso sexual tan solo llegan a las 2500.

Ante la sensibilidad que producen estos hechos, resuenan propuestas como la cadena perpetua, la castración química e incluso la pena de muerte para violadores. Sin embargo, se olvida que el populismo punitivo consistente en el aumento de penas para delitos ya creados, la modificación de causales de agravación punitiva o la variación de las consecuencias punitivas para cierta clase de delitos, cuestión que no responde al meollo del asunto en consideración. No solo porque se violarían los principios esenciales del Estado de Derecho, como lo es la proporcionalidad de las penas y la función resocializadora de las mismas, sino también porque con estas medidas no se garantiza un refuerzo a la protección de los niños, niñas y adolescentes contra este tipo de crímenes. Además, una mirada así, centra la atención en el castigo del victimario y no en la prevención del delito y podría incluso llegar a desincentivar las denuncias.

El feminicidio y el abuso sexual a menores, en tanto fenómenos sociales, nos ponen ante un desafío jurídico y político. Especialmente, ante la capacidad de articulación y respuesta de las instituciones municipales, regionales y nacionales encargadas de velar por la protección de los infantes. El caso de Sara sostiene con firmeza esta aseveración, pues en mayo de 2016 ya existía una denuncia sobre el maltrato que recibía la menor, su estado de desnutrición, la pérdida de una parte de su nariz, producto de la leishmaniasis, y los indicios de abuso sexual. De ahí que surja la necesidad de preguntarse cuál es el nivel de acercamiento institucional a las familias, cuál es la formación del equipo que responde a estos casos, cómo se establece ese diálogo institución-familia y, sobre todo, cuál es la efectividad de las políticas de prevención del abuso sexual a menores.

Según Sonia Tellez, delegada para la Defensa de la Infancia, la Adolescencia y la Familia de la Procuraduría General, a pesar de que los gobiernos regionales y locales propenden por la defensa de los menores, en diferentes entes territoriales las comisarías no cuentan con un equipo interdisciplinario apropiado (abogados, nutricionistas, psicólogos y trabajadores sociales) para abordar las distintas situaciones de violencia que se evidencian en el ámbito familiar. Sin mencionar, la débil o nula presencia de instituciones como fiscalía, hospitales, comisarías y defensorías del pueblo, en los escenarios rurales y alejados de las grandes urbes o cascos urbanos.

Adicionalmente, a pesar de que, en teoría, el proceso de restablecimiento de los derechos de los niños y adolescentes, adelantado por el ICBF no depende del ejercicio investigativo desarrollado por la Fiscalía, en la práctica, se presentan deficiencias derivadas de la falta de celeridad en las investigaciones, situación que conduce finalmente al archivo de los casos. El tema es más grave si se entiende que el 95% de los casos de violencia sexual contra menores es perpetrado por familiares de la víctima que se encuentran en línea directa de afecto o consanguinidad. Es decir, son los padres, padrastros, abuelos y hermanos mayores de las niñas y adolescentes quienes realizan estos delitos con mayor frecuencia. La visión cultural prevalente de los menores como objetos propiedad de sus padres o quien haga sus veces invisibiliza el hecho de que ellos son una libertad latente con una protección constitucional preferente y promueve actos como el abuso y la tortura.

Así mismo, la noción del núcleo familiar patriarcal esconde el machismo a partir del cual la mujer es entendida como un objeto propiedad del padre, mientras es niña, y luego del cónyuge o quien sea su pareja, cuando ya es adulta. Nuestras niñas y adolescentes no solo se ven abocadas a la concepción de objeto propiedad de sus padres sino también del hombre o patriarca de su hogar, hecho que en últimas justifica el abuso y violencia a las que son expuestas e invisibiliza la denuncia de estos casos al validarse culturalmente su ocurrencia.

Mientras el abordaje de la problemática y la búsqueda de soluciones continúe desde los prejuicios morales o personales y no desde su inscripción como una realidad existente, seguiremos siendo partícipes de apuestas como las de Cristina Plazas, Alejandro Ordóñez o incluso Vivian Morales que propenden por el reforzamiento de una visión de familia heterosexual, patriarcal y machista en la cual la mujer sigue estando sublevada al hombre y no tiene un margen en el que pueda sentirse dueña y constructora de su propio cuerpo.

Casos como el de Sara recalcan la importancia de una veeduría ciudadana que evalúe no sólo los procesos de selección en cuanto a prioridades y ejecución de los presupuestos para la protección de los menores sino también la preparación académica, el compromiso ético de los profesionales que asumen dicha labor y las políticas y rutas de atención que elaboran las instituciones encargadas de velar por los derechos de los infantes.

En ese sentido, la intervención profesional e institucional debe considerar el nivel de daño que genera y las formas de mitigarlo a través de apuestas como la acción sin daño. Además, cabe preguntarse por qué solo hasta cuando el suceso sale a luz pública quienes son testigos del mismo durante su ocurrencia, es decir, vecinos, amigos y familiares más cercanos, no denuncian y prefieren hacerlo cuando el delito ya ha cobrado otra víctima mortal. Esto último implicaría, bajo el principio de corresponsabilidad, una papel protagónico de la familia en su articulación con la institucionalidad y las organizaciones de la sociedad civil encargadas de la defensa de los derechos de los niños, niñas y adolescentes.

Así las cosas, parece que la única alternativa de las mujeres, niñas y adolescentes colombianas, en la Colombia del posconflicto, seguirá siendo “nos están matando” como afirmación de su realidad y herramienta de denuncia, mientras no se dé una respuesta integral a sus causas estructurales y se siga privilegiando respuestas paliativas o prejuiciosas ante sus consecuencias.

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