Un anuncio implacable de la llegada de la vejez consiste en la dificultad de explicarse el pensar -y el sentir- de los más jóvenes. Olvidamos con mucha facilidad eso que fuimos: un anhelo que la cruda realidad -casi siempre- rompió en mil pedazos. Durante los años de la juventud muchos de nosotros quisimos crear un mundo que, con el paso de los días, ya no fue y que como arena seca se escapó entre nuestros dedos. Aprendimos a jugar con las reglas y las marañas de ser adultos. Renunciamos a seguir siendo jóvenes por las cargas y las obligaciones que van llegando sin cesar. Con el tiempo, aceptamos que los malestares sociales no eran tan cuestionables e incluso valían la pena de ser defendidos, si de alguna forma nos favorecían. El soñar fue suplantado por el conservar. Cada vez nos enfurecen más aquellos que se atreven a concebir e intentar lo nuevo y lo distinto. Estamos viejos.
Resistirse al cambio es inútil. Cuando el mundo gira aplasta a los que se quedan inmóviles y pasmados. Y aunque nos sintamos ajenos e incómodos en una realidad que cambia en un instante, es absurdo oponerse. Casi nada ya depende de nosotros. El mundo en que nacimos está por extinguirse. Hace cuarenta años el privilegio de la información era reducido y controlado y las relaciones humanas se extendían entre un grupo limitado de parientes y amigos. El planeta era inmenso e inalcanzable. Hoy basta un remedo de teléfono para conocer y conectarse con el rincón más distante de la tierra; y un par de mensajes para entablar una amistad y apoyar una causa con la que se siente cierta afinidad. La velocidad de las cosas y las personas han hecho desaparecer los conceptos más básicos del calendario. Ahora los meses son días y los días son minutos.
En cualquier caso, lo más grave sería permitir -como pareciera que está sucediendo- que la ruptura entre las generaciones adoptara un carácter absoluto. No existe la exigencia de tomar bandos o enfrentarnos. Separarnos de nuestros hijos, sobrinos, estudiantes y vecinos, por el solo hecho de no comprenderlos del todo, es una necedad. Un tiempo valioso que se incinera. La terquedad egoísta de no querer abrir los ojos tiene un precio muy alto y doloroso. No podemos anular a quienes nos acompañarán el resto de nuestras vidas. Al fin y al cabo, ya tuvimos nuestro turno y lo aprovechamos como quisimos; lo abandonamos como quisimos y; lo olvidamos como quisimos.
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De corazón sabemos que muchas de sus causas son válidas y sensatas y que no son en ningún modo opuestas a las ideas de justicia y humanidad que muchas veces defendíamos
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Ahora es su turno. Es el momento que les corresponde a ellos y sería una suma hipocresía si quisiéramos arrebatárselo (además dudo que podamos hacerlo). En el fondo sabemos que hace mucho las cosas no están bien. Que seguimos hundidos en un fango de impotencia y cinismo y que empezamos a mirar hacia otro lugar para no repugnarnos. De corazón sabemos que muchas de sus causas son válidas y sensatas y que no son en ningún modo opuestas a las ideas de justicia y humanidad que muchas veces defendíamos, mientras veíamos al mundo desplegarse ante nosotros. Cuando éramos testigos de la maravillosa impresión momentánea en la que todo era posible. En mayor o menor medida, fuimos esos muchachos que no se cansan hoy de marchar. Los miles de ellos son una extensión de los miles de nosotros. Son nuestra revancha ante la derrota que aceptamos sin cuestionar.
Aún recuerdo ese día. Los ladrones habían entrado al periódico universitario donde trabajaba; se llevaron los equipos y con ellos se llevaron la última edición antes de ser impresa. Minutos después el que sería mi jefe por los siguientes dos años me llamaba a mi aparatoso celular Nokia. Contesté. Todo acabó cuando empezó.
Supongo que esto lo escribo para honrar al pelado que fui.