Uno de los temas que más he disfrutado en el estudio de la economía y la ciencia política es la inferencia causal. En los términos más sencillos, la pregunta es ¿cómo hacemos para saber que “algo” causa “algo”? El asunto de entender las causas de los fenómenos es relevante para muchas disciplinas; en la física, por ejemplo, una pregunta importante es, ¿cómo sabemos que la gravedad es la causa de que la manzana se haya caído? Se derivan de ahí preguntas muy importantes, quizás situadas en el área de estudio de la construcción del conocimiento -la epistemología-, ¿puede definirse la gravedad sin hacer referencia a sus consecuencias?
En cuanto a los fenómenos sociales, muchos de ellos en la intersección entre la economía y la política, se han desarrollado distintas herramientas para desentrañar la causalidad. Hay que empezar por notar lo que parecerá obvio pero que, sin duda, es ampliamente olvidado en las discusiones públicas: la correlación no implica causalidad. Es decir, que dos fenómenos o estados ocurran al tiempo, no quiere decir que uno causa el otro. Puede que sí, pero habría que demostrarlo con mayor precisión. Yo creo que es un hecho con profundas implicaciones y que vale la pena siempre recordar: correlación no es causalidad. Me emocioné mucho cuando entendí eso por primera vez.
Las herramientas de la inferencia causal se dividen regularmente entre las cuantitativas y las cualitativas. Las cuantitativas, con fundamentos principalmente en la estadística, usan, entre otros, modelos de regresión simple, algunos con instrumentos, otros con discontinuidades, y demás. En algunos casos, se analizan datos históricos ya existentes y, en otros, muy de moda hace unos años, se hacen “experimentos aleatorios controlados” (RCT, sigla en inglés) que es un procedimiento muy ingenioso. Quizás lo más común para recordar la idea de un RCT está en la medicina: a un grupo de pacientes le damos una pastilla y a otro grupo un placebo. Si los grupos están bien aleatorizados, y tienen un tamaño suficiente, la magia de la estadística nos permite estudiar con un nivel de precisión determinado el efecto de la pastilla sobre una característica deseada. A mi juicio, un proceso fascinante, se ha demostrado ahí que algo tiene un efecto, es decir es la causa, de otra cosa.
En la ciencia política hay también herramientas cualitativas. Hasta hace un par de décadas la base de esta rama de la inferencia causal se centraba en el trabajo de John Stuart Mill de mediados del siglo XIX. Entre los métodos de Mill está, por ejemplo, el Método de Concordancia (en el original en inglés, Method of Agreement): “Si dos o más instancias del fenómeno bajo investigación tienen solo una circunstancia en común, solo la circunstancia en la cual concuerdan todas las instancias, es la causa (o el efecto) del fenómeno dado”. Maravilloso. Son otros cuatro métodos más que merecen análisis del lector interesado.
Ha habido, recientemente, una innovación, por lo menos en la ciencia política. La herramienta en inglés se conoce como process tracing (pulse aquí para una interesante introducción en español) y busca trazar los diferentes momentos en que ocurrieron hechos determinantes entre el inicio de una causa y el final de un efecto concreto. La base del método es la narración hipotética que describe cómo se encadenan los hechos y cuáles son las predicciones que implica. Claro, lo ideal en cada paso es que pueda falsificarse la hipótesis. También, suele comparar con otras narraciones posibles y demuestra en cada momento clave porqué no son válidas esas narraciones alternativas.
Lo interesante del process tracing es que devuelve, en mi opinión, la relevancia a la ciencia política frente a la economía. El método trae de manera rigurosa al área de la inferencia causal, usualmente muy “matematizada” -con buenas razones en su origen que quizás se han exagerado con el tiempo-, la elaboración detallada de observaciones que no son medibles con parámetros numéricos. Esa restricción, la de poder medir con números, reduce ampliamente el espacio de trabajo sobre las preguntas interesantes. Además, y esto es clave, el método permite analizar el mecanismo que relaciona causa y efecto. Es decir, aún si sabemos con bastante certeza que algo causa otro algo, no se deduce de ahí que sabemos que sabemos cómo y por qué lo causa. Hay una caja negra entre causa y efecto que se abre con el trazado puntual del process tracing. Ejemplo: dicen Acemoglu y Robinson que son las instituciones políticas las que determinan por qué fracasan los países, hay ahí causa -instituciones políticas- y efecto -fracaso de un país-, pero, por supuesto, no hay en esa explicación una descripción de cómo es que la causa resulta en el efecto. Al hacedor de política le interesa, casi siempre, una descripción del mecanismo.
Si hubiera titulado, “La inferencia causal y el process tracing”,
la columna habría fallecido desde su nacimiento
Ya a esta altura es justo preguntarse en dónde está la guerra que anunciaba el título. Debo decir, con algo de vergüenza, que he descubierto después de pocas columnas -lo obvio-: que el título de la columna es determinante para su futuro en el duro mundo del clic en las redes. Si hubiera titulado, La inferencia causal y el process tracing, la columna habría fallecido desde su nacimiento. Quizás logré darle una vida más larga con ese título que solo hasta ahora cobrará relevancia. No podremos saberlo ya que no se hizo el experimento, no tenemos un contra factual, otra idea maravillosa en la construcción de la inferencia causal. Subyace aquí una premisa discutible: que los clics importan tanto como para determinar el título.
Cumplo entonces la promesa, nos han dicho algunas voces, alguna variación de estas, “¡Nos devolvieron a la guerra!”, “Duque, no nos devuelva a la guerra”, “Otra vez nos devolvimos 40 años”, “Se fueron las FARC pero ya se viene una guerra similar con el ELN”. Oyendo esas afirmaciones este año he pensado en la inferencia causal y, en particular, en el process tracing. No hay, más allá del truco del que hablaba, el de la frase simple para halar clics o posicionar hashtags, un desarrollo preciso de cómo es que algo de lo que se habla – por ejemplo, la fumigación con glifosato, las objeciones a la JEP, el paro en el Cauca- resulta en que vamos a tener una “guerra”, que tampoco se define bien. Es decir, no hay siquiera una hipótesis más o menos planteada de cómo es que el gobierno Duque nos va a llevar a la guerra. No hay una sugerencia de cuál es el mecanismo.
No parece además, y esto es lo grave, plausible. Supongamos que alguna objeción a la JEP tiene alguna vida en el Congreso, a todas luces improbable. ¿Cómo es que se pasa de ahí a la guerra?, ¿Se van a rearmar los congresistas de la Farc?, ¿Timochenko, perdido e irrelevante, va a arengar en algún lugar para reclutar incautos e ir al monte? Nada de eso va a pasar y entonces no es claro que es lo que se quiere decir con que no queremos que vuelva la guerra. El problema es importante por que la ciudadanía, la “opinión pública”, difícilmente asocia lo que observa en su día a día con el regreso de una guerra que, ¡además!, ya olvidó. Solo la minoría de la población actual realmente sufrió de cerca la guerra.
Pierde, entonces, la oposición a un flojo gobierno porque no logra conquistar, por ese camino, la atención seria de las mayorías. Bastante más eficaz podría ser si transita el camino de revelar el mal gobierno de Duque que anda sin rumbo, presentando un Plan de Desarrollo que no defiende en el Congreso y que a nadie motiva, haciendo el ridículo en sus relaciones exteriores, que luce indolente con los indígenas en el sur, en síntesis, que no revela ninguna historia que permita creer que podemos avanzar hacia algún lado. Ojalá, en vez de caer en la dictadura de una viralidad momentánea y que agita el miedo - ¡Vuelve la guerra!-, las mayorías incrédulas de Duque y su gobierno logren comunicar una historia real, esa que justamente lleve con claridad de causas a efectos.
@afajardoa