Era un miércoles cualquiera, absorta por la rutina tomaba café y escuchaba la radio mientras hacía la lonchera y me alistaba para ir a laborar; eran las mismas noticias de siempre hasta que escuché el relato del asesinato de un hombre a manos de dos policías. Mientras la víctima se revolcaba en el suelo adolorida, los tombos le propinaban una y otra descarga eléctrica, a la vez que le cortaban la respiración poniendo la rodilla sobre su pecho. Ahí pensé: es igual que lo de George Floyd.
Camino a mi trabajo veía cómo crecía la indignación. El vídeo de Javier Ordóñez suplicando piedad rodaba y rodaba no era un simple vídeo viral, era una bola de fuego que por donde pasaba impregnaba rebeldía, porque empezaban a surgir convocatorias para protestar. La cosa era tal que hasta los más retardatarios de los grandes medios de comunicación decían: “¡no caben los eufemismos, es brutalidad policial!”.
La indignación en mi crecía, era una olla exprés a la que le estaban aplicando calor y le habían tapado la válvula, no me quedaba otra opción, tenía que salir a protestar, así que calcé mis botas, llamé mi combo de amigas y en una mochila aliste un kit de supervivencia, porque todos sabemos que aquí, los tombos no piensan solo disparan y golpean.
Empezaba a caer la tarde, las 4 locas inexpertas ya estábamos en uno de los puntos de concentración, el frío capitalino era abismal pero se soportaba y empezaba a calentarse el ambiente al ritmo de los gritos de las consignas que exigían justicia; conforme pasaba el tiempo se unía más gente a estos grito de rebeldía. Miraba a mi alrededor y aquí no veía vándalos ni guerrilleros de civil, había tías, padres, madres, estudiantes, obreros... solo había pueblo indignado que clamaba justicia y exigía cambios.
Es difícil sostener la calma cuando tienes el asesino en frente, cuando el victimario no admite la culpa y empieza a hostigarte; y es que el grupo de gente indignada crecía y a su vez llegaban más tombos y como siempre empezaban a hostigar, trataban de disuadirnos y atemorizarnos golpeando sus macanas contra los escudos; pero en el aire había muchos aromas de ira, indignación, desprecio y repudio. Había de todo, menos miedo.
La tensa calma se rompió, cuando en algún punto iniciaron los forcejeos, los tombos trataron de desalojarnos, pero la masa inerme se tornó en un dragón humano que se desbordó y en medio de todo, el CAI que teníamos en frente se convirtió en un objetivo obligado, nadie dijo nada, pero todos sabíamos que el CAI es un símbolo de poder y un refugio de asesinos, así que no quedó otra opción que destruirlo.
Las piedras llovieron, los estruendos abundaron, el humo denso del gas lacrimógeno empezó a aflorar y en medio del caos me surgió una pregunta obligada, ¿damos marcha atrás y nos regresamos a casa? Pero no hubo tiempo de pensar, solo de actuar, así que eché mano a mi mochila, saqué una pañoleta para cubrir mi nariz y diezmar el efecto asfixiante de los gases.
Las cuatro “valientes” nos fuimos al frente de batalla, vimos a unos chicos que están tratando de quitar una señal de tránsito y sin detenernos en debates cívicos nos aprestamos a ayudarlos, quizás no seamos las más fuertes pero hartas ganas si le pusimos y luchamos hasta que por fin arrancamos la señal; uno de los chicos nos miró fijamente, con esas miradas que no dicen nada pero a su vez dicen todo, sin mediar palabra le dio un aerosol a Yeni y junto a sus amigos, como caballero con adarga al brazo enfilaron contra el CAI.
Nuestros corazones brincaban, salían de nuestros pechos, todo era una lluvia de hormonas y adrenalina, en medio de la niebla que te hace llorar vimos un muro amarillo que nos invita a pintarlo; emprendimos carrera y llegamos a él, como si fuéramos viejas veteranas de guerra, agitamos la lata y empezamos a escribir, sin pensar, sin reflexión alguna, en cuestión de minutos la pared amarilla quedó adornada con un hermoso rojo escarlata que decía: "la Policía no me cuida, pero sí me asesina".
Triunfantes como si hubiéramos hecho un gran acto, regresamos al grueso del grupo. Al fondo, el CAI ardía literalmente en llamas y en sus ventanales destruidos sobresalía como banderilla taurina aquella señal de tránsito que, por casualidades y azares de la vida, era circular, roja y decía en letras grandes "Pare", como si fuera un llamado desde el infinito para que el régimen pare la barbarie contra el pueblo.