Noches de parranda en Tamalameque

Noches de parranda en Tamalameque

Este peculiar pueblo del Cesar esta lleno de increíbles anécdotas, que hasta a sus protagonistas les cuesta creer. Acá un par

Por: Wladimir Pino Sanjur
abril 30, 2019
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Noches de parranda en Tamalameque
Foto: Pixabay

Uno de los grandes atractivos de Tamalameque es el humor de su gente, el imaginario popular que constantemente vive produciendo historias y apuntes propios del universo mágico de García Márquez. Las parrandas, por ejemplo, son uno de los escenarios propicios para que se engendren esas historias que luego pasan de generación en generación y que al pasar de los años sus mismos protagonistas dudan si son producto de la inventiva de la gente o si realmente ocurrieron.

Una vez me contaron que el grupo de amigos tenía por costumbre beber desde temprano y cuando ya comenzaban a cerrar los establecimientos donde se expende cerveza y aguardiente, los amigos finalizaban la parranda en casa de El Chueco, un parrandero de esos que se levantan a cualquier hora, cuya disposición para beber es admirable. De hecho, sin importar la hora de la madrugada, este siempre abría las puertas de su casa, sacaba sillas y la vieja grabadora, alcahueteando a los parranderos con su amanecida.

La casa de El Chueco era un rancho de barro y palma en mal estado, donde vivía con sus hijos y su mujer. Las lluvias habían socavado las bases del rancho e inclinaron sus paredes, El Chueco evitando que esta se fuese al suelo puso un palo de orqueta grande sobre uno de los travesaños de la pared del frente para evitar que la casa se fuese al suelo. Uno de los tantos sábados que los amigos llegaban a tocar en la madrugada, Él Chueco se negaba a abrir, bajo el argumento de que su mujer tenía dolor de cabeza. En una de esas tantas insistencias, uno de los amigos le dijo: “Abres o le quito el pie de amigo a la casa para que esta vaina se vaya al suelo". El Chueco incrédulo miró por la ventana y los vio forzando la orqueta que sostenía la casa, entonces no tuvo otra opción que abrir y permitir que los parranderos amanecieran en su casa.

A comienzos de la década del siglo presente me encontraba amanecido en la calle La Mochila de mi pueblo, en casa de la señora Aminta. A las seis de la mañana se acabó el ron e hicimos la vaca, a duras penas salió la mitad de la plata para un garrafón de aguardiente. Entonces, Lucho Beliza acreditó a la señora Esther Castaño la otra mitad del garrafón de aguardiente. La parranda que había entrado en un silencio sepulcral por la falta de etílico regresó a su estado de jolgorio cuando apareció Lucho Belisa con el aguardiente. Jorge Eliécer Quintero (Jito), un amigo que hoy no está con nosotros, fue quien se ofreció a servir el primer trago.

Estando en estas, Jito comenzó una discusión con su hermano Elmer, al que conocemos como Meme. Fue tal la cosa que Jito para no golpearlo pagó su rabia con el garrafón de aguardiente: tomó un puño de tierra de la calle sin pavimento (cabe anotar que la calle La Mochila muere en la vía al puerto y el color de su tierra es rojizo) que fue a parar dentro del garrafón sin estrenar. Jito se marchó en la bicicleta, todos nos pusimos las manos en la cabeza, menos Lucho Beliza, quien se levantó, tomó el garrafón y lo puso de medio lado sobre un tronco. Recuerdo que dijo: “Hay que esperar media hora”. Yo que lo veía desde el piso donde estaba sentado le pregunté: “¿Y esa vaina?”. Él convencido me contestó: “Compa, hay que dejar que la tierra se asiente, como el café, compa, y luego servir el trago con cuidadito, para evitar que se revuelva”. Al final, nos tomamos el trago revuelto de tierra. Era la primera vez que veía el Antioqueño con el color del Ron Medellín. Al día siguiente todos teníamos gripa.

Lucho Beliza es el parrandero más pernicioso que conocí en mi vida de alcohol y juventud. Su casa quedaba a una cuadra de la casa de mis viejos, en el sector de Tamalameque conocido como El Mercadito. Su hogar era la oficina del “Gran Combo”, como era conocida la gallada del barrio. Desde el viernes comenzaba la parranda y terminaba el domingo. Él ponía a sonar el equipo de sonido (El Trampero, así le decíamos), desde las tres de la tarde, cazando transeúntes para empezar la parranda. En una de esas tantas parrandas se presentó Tom con un amigo, que ninguno de los parranderos conocía, pero dijo que era uno de El Banco (Magdalena). Tom era el guardián de la cárcel de Tamalameque, dos celdas que quedaban frente a la ceiba del Parque, entre la alcaldía y la iglesia. La parranda transcurrió en normalidad hasta que a las cinco de la mañana Tom se levantó de la silla con el amigo y marcharon por el camino del puerto. A la media hora este regresó por el mismo camino y al indagarle por el amigo este manifestó: “Qué amigo ni qué nada, ese era un preso, me tocó traérmelo para poder beber y ahora lo fui a llevar por el cambio de turno”.

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