Nochebuena en llamas

Nochebuena en llamas

"Vámonos a la casa que mi papá compró una caja de pólvora", le dijo Leandro a sus amigos un 24 de diciembre que cambió su vida para siempre. Esta es su historia

Por: Leandro Felipe Solarte Nates
diciembre 20, 2022
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Nochebuena en llamas

En épocas de “bárbaras naciones”, igual que ahora, cuando las vueltas a Colombia transmitidas por radio eran de interés nacional, Cochise Rodríguez era el héroe y los bandoleros sobrantes de la Violencia eran Chispas, Désquite, Sangrenegra, Efraín González, entre otros, la pólvora hacía parte de la canasta navideña de la mayoría de hogares colombianos. 

Este es un ardiente testimonio. 

A lo lejos se escuchaba la música del agonizante año 1965. Desde el cuarto piso del quirófano del Hospital Universitario San José, me llegaban nítidas las notas de los Melódicos, la Billos Caracas Boys, los Corraleros del Majagual, la Sonora Matancera, etc. Sonaban los infaltables “faltan cinco pa las doce” y “yo no olvido el año viejo… me dejó una chiva una burra vieja …” como alejándose en un sueño a medida que la anestesia hacía su efecto entre el estruendo de los cohetones y la pólvora…  Sí, la pólvora, aquella que zumbaba por el cielo, estallaba en explosiones de luces de colores y en el lleno parque central de Santander de Quilichao con los chupacobres soplando porros y cumbias desde el atrio del Templo de San Antonio de Padua.

Una semana antes volaba del castillo quemado todas las noches de la novena o de las manos de quienes lanzaban los cuetones, alternando con la vacaloca persiguiendo niños que la toreaban y con las pelotas de trapos impregnados de petróleo, que prendidas y pateadas por quien les cayera al lado continuaban zumbando sobre las cabezas de la muchedumbre feliz y bulliciosa en medio de semejante despelote… Sí, en medio de la somnolencia de la anestesia, los estallidos de la pólvora como un mal recuerdo, transportándome a la Nochebuena fatídica y la principal causante de que ese 31 de diciembre, a las ocho y media de la noche, estuviera acostado en una de las camillas de cirugía.

Estaba esperando a que me rasparan con jabón quirúrgico y cepillo la densa capa de pus verde, casi efervescente, que durante ocho días, en el vetusto hospital de Santander de Quilichao, se había incubado sobre las quemaduras regadas en diferentes partes del cuerpo: la más superficial pero más dolorosa, extendida por la profusamente inervada mano derecha y el antebrazo interno; y las de mayor extensión y profundidad, de segundo y tercer grado, con su forma irregular sobre el abdomen y parte externa del muslo. Estas eran las más graves, pero indoloras, pues habían afectado, además de la piel, dermis y algo de músculos, los nervios. Milagrosamente el ‘pájaro’ no fue afectado gracias a que la correa del pantalón detuvo el descenso de las llamas. 

Todo había empezado el 24 de diciembre, como a las ocho de la noche, cuando andaba con el hermano del negro Tusi, que embolaba zapatos en el parque principal, y otros amigos de primero de bachillerato, minutos después de salir del Teatro Paz, donde en la función de vespertina vimos la primera película que filmaron sobre el Rey Pelé. 

—Vámonos a la casa que mi papá compró una caja llena de pólvora—, les dije a mis amiguitos, cuyas edades oscilaban entre los diez y doce años.

—Yo me encaleto un resto para que la quememos en el parque—, agregué. 

Así lo hicimos. Cuando llegamos a la casa, a media cuadra del parque central, tal como por esos años era costumbre en casi todas las casas, ya había empezado la quemazón y el estruendo en el vecindario.

La caja estaba a la entrada. Tomé una hoja de diablitos azules que tendría más de 100, la partí en dos, las doblé y me las distribuí en los dos bolsillos delanteros del pantalón. Cogí un atado de bengalas envueltas en el papelillo de elevar cometas y me las metí en medio de la pretina. Le eché mano a una docena de sacaniguas y saqué uno del atado. Lo arrimé a la vela que estaba fijada en la acera. Encendí la mecha lo arrojé y se me devolvió. En fracción de segundos, me prendió el resto de silbadores que tenía en la mano izquierda e instintivamente arranqué a correr como una vacaloca, pues mis ropas estaban encendidas y de mi cuerpo sonaban las explosiones de los totes. Las luces de las bengalas empezaban a prenderse en medio del silbar oscilante y caótico de los sacaniguas. 

Ardía la camisa de manga larga y cuadritos verdes confeccionada por mi madre y que acababa de estrenarme. Azuzado por el dolor, corrí hasta que en el amplio umbral de la Caja Agraria me agarraron del cuello y tumbaron. Era Alfonso Luna Geller, el hoy director de Proclama del Cauca. El hombre, quien me lleva tres o cuatro años de edad, pasaba por ahí, se dio cuenta de la situación e intentó apagarme. El pantalón que sus padres le habían regalado de Navidad se le quemó y pronto llegaron en su ayuda otros vecinos que me quitaron la ropa y llevaron al hospital, que en esa época era muy primitivo. 

Por ser Navidad, escaseaban los médicos y mientras esperaba que me atendieran en urgencias, sentía intenso dolor sobre todo en la mano derecha y parte del antebrazo. Al tocarme el abdomen y la pierna, donde las quemaduras eran más profundas, no sentía nada. Al final de las horas, me atendieron. Lavaron las heridas con agua oxigenada y me aplicaron unas inyecciones y pomadas. Me asignaron una cama en la sala general, pues las dos pequeñas habitaciones de pensión estaban ocupadas. En la madrugada del 25 de diciembre, hubo gran conmoción y movimiento en la sala… se había accidentado una flota Magdalena en el trayecto entre Popayán y Santander. Varios murieron y los sobrevivientes, con los rostros desfigurados por los golpes, eran mis vecinos de cama. A visitarlos llegaban sus parientes y amigos. En esa época no existía sala de cuidados intensivos y menos pabellón aislado para quemados. 

El 29 de diciembre, el médico Néstor Solarte, primo de mi padre, visitó a unos parientes de su esposa, residenciados en Quilichao. Fue a verme al hospital y recuerdo que le dijo a mi madre. "Si no se llevan rápido a este muchacho para Cali o Popayán, se les muere. Esa quemadura está muy infectada y puede caerle gangrena", le dijo. Afortunadamente, mi tío Daniel, era gobernador del Cauca y pronto enviaron desde Popayán una ambulancia en la que venía mi primo Diego Ante Solarte, que me trasladó al Hospital San José, donde empezó esta crónica. De cirugía fui recluido en una habitación de pensión, después de que, a punta de cepillo y jabón, desgarraron y limpiaron la costra de pus. Me dejaron como si hubiera recibido una garroteada por todo el cuerpo y sin poder moverme porque me dolía hasta el pelo.

Acompañado de Ana Beatriz, mi madre, permanecí por tres meses en el hospital San José, soportando ocho inyecciones diarias de potentes antibióticos como el Kantrex e innumerables capsulas y pastillas para el dolor. Así mismo, la aspersión de desinfectantes y la tortura durante todas las mañanas de curaciones con pinzas. Las enfermeras trataban de agarrar sobre la carne viva los islotes de pus que intentaban colonizar la herida cubriendo la tercera parte de mi cuerpo, causándome torturantes dolores y profusas hemorragias cuando rozaban alguna vena o arteria que estaban a la vista. Esto sin contar con las sesiones de fisioterapia que buscaban desgarrar los tejidos de incipiente piel que estaban cicatrizando encogidos, al adoptar en la cama una posición lateral que me atenuaba el dolor. Entonces, medía un metro y veinte centímetros 

Recuerdo que pasado el mes de mi permanencia en el hospital hubo un terremoto, que hizo mayores daños en el centro del país; pero que en Popayán fue suficiente para que tumbara y se astillara al caer el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que habían colocado encima de la cabecera, sobre el iglú de varillas de hierro que instalaron en mi cama para echar sobre él las cobijas y así evitar que las pelusas de lana se adhirieran a la carne viva de la quemadura. Cuando a los tres meses fui dado de alta del hospital, las heridas seguían en carne viva y fui acogido en la casa de mis padrinos Roberto Ante, mi tía Emma Solarte y mis primos Diego, Ligia, Jaime y Cecilia, quienes me acompañaron durante siete meses; tiempo que duró la cicatrización de la herida y durante el cual debí permanecer en cama, como en el barril del Chapulín Colorado.

Me la pasaba metido en la cueva metálica sobre la que colocaban las cobijas para que no se pegaran a la herida, acompañado por un radio transistor en el que oía noticias y radionovelas como las de Kaliman y Arandú, y los partidos de fútbol. Al no poder leer periódicos por lo incomodo, me devoré la rica colección de revistas Readers Digest, que desde los años treinta coleccionaba el viejo sabio de Don Roberto. Ahí fue cuando leí numerosas crónicas y reportajes de sucesos memorables narrados por grandes escritores: el sitio de Stalingrado, el desembarco de Normandía y otras batallas de la Segunda Guerra Mundial. También leí fragmentos de novelas y grandes reportajes sobre otros temas, lo cual me despertó el interés por el periodismo y narrar historias. 

Recuerdo que cuando solo quedaba una pequeña área sin cicatrizar, llegó a Popayán la vuelta a Colombia. Ese día me paré de la cama, me puse una gaza sobre la herida que faltaba por cicatrizar en la parte externa del muslo, busqué la ropa y los zapatos nuevos que me habían guardado en el closet y me volé a ver la llegada de la competencia. Llevaba cerca de diez meses sin salir a la calle y en el camino sentí un leve mareo, pero, al fin en medio de los estrujones, vi la llegada de la etapa en el parque Caldas. Lo cierto fue que cuando la herida cicatrizó del todo, me convertí en deportista consumado. Me dediqué a trotar y a nadar en la piscina pública de Quilichao. Aunque la piel nueva era gruesa e irregular, no resistía el dolor de los balonazos en el abdomen. Aun así, volví a jugar fútbol, me vinculé al equipo de baloncesto y de béisbol del colegio, y físicamente superé las secuelas de la quemadura. 

De recuerdo eterno, hasta que me cremen —porque me quedó gustando la candela, pero cuando no la sienta en el horno crematorio— tendré un tatuaje en alto relieve dibujado con fuego en carne viva. Este, que más parece un mapa y que hoy envidiarían algunos de los muchachos a la moda en boga, me tuvo acomplejado durante gran parte de la adolescencia, llevándome a extremar mi timidez con las mujeres y las niñas bien, e inclinándome a buscar la compañía de las meretrices que no reparaban en las tachas físicas de sus clientes. En fin, podría contarles muchas historias sobre las quemaduras con pólvora y sus circunstancias y consecuencias físicas y psicológicas; pero espero que este testimonio les sirva a algunos tradicionalistas padres de familia para que inviertan la plata que tenían destinada a la pólvora en una buena cena u otros gastos que no causen los explosivos problemas originados en el milenario invento de los chinos.  

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