La pregunta por la opción de la violencia o la no violencia no es algo novedoso en el país. En una nación como Colombia, donde la historia reciente se ha escrito con el dolor y sufrimiento de sus habitantes, el análisis de situaciones de conflicto, violencia y la búsqueda por una explicación que dé cuenta de comportamientos violentos en el colombiano promedio ha sido el pan de cada día para quienes se dedican (en mayor o menor medida) a las humanidades. Ya desde la filosofía en la modernidad, se han propuesto varias nociones de naturaleza humana que están definidas por la violencia. Frente a este, aparentemente inevitable, “destino” orientado hacia la reafirmación de la propia existencia, la no violencia aparece como una opción de vida que ha sido tomada por diversas comunidades, colectivos, actores sociales e incluso instituciones religiosas, con el fin de encontrar una salida al ciclo de violencia.
Sin embargo, en Colombia la no violencia no es una opción popular. El motivo de esto es que la no violencia no puede comprometerse o afiliarse (ya desde su misma definición) con ninguna práctica violenta; lo que en una nación en donde diversos movimientos y asociaciones de individuos acostumbran a ver en la violencia la única solución efectiva, resulta como algo inconcebible. Casos como los linchamientos a presuntos criminales o el rechazo (e incluso asco) a quienes “protegen” a los policías en las marchas son ejemplos de aquello que reside en el fondo de la situación. Cada vez más se ha vuelto a retomar la perspectiva de “violencia justa”, en la que la única manera posible de salir de ciertas circunstancias de opresión es agrediendo al opresor. Y para quienes creen en tal violencia justificada, todos los que se niegan a tomar acción en la agresión contra el opresor son cómplices, traidores o tibios. Pero, precisamente en ello se encuentra una de las comprensiones que el pacifista radical adopta: el opresor también puede ser víctima de la violencia y el oprimido puede convertirse fácilmente (y justificadamente, desde su parecer) en victimario.
¿Lo anterior significa comprender que las acciones criminales, corruptas o injustas de quien oprime desaparecen? No. Sería ingenuo y descarado considerar que el ESMAD no ha cometido actos de brutalidad, engaño, tortura y abuso de poder excesivo. Pero, para cualquier parte que considere que alguien que oprime merece la violencia, la formulación es simple y bien conocida por la mayoría: estás con nosotros o estás contra nosotros.
La opción del pacifista radical, en cambio, se resume en la actitud (retomada del cristianismo) de poner la otra mejilla. Considérese por un momento lo que dicha actitud, realmente implica en un país como Colombia. De lo anterior, ya es posible intuir que quien se comprometa radicalmente con la actitud no violenta, será objeto de burla, ataque y rechazo constante por la mayoría de partes en conflicto (independientemente de, como suele ser el caso, si son de orientación de derecha, izquierda o centro). Así mismo, esta figura de no violencia está, de algún modo, en constante aceptación de su propia muerte.
¿Por qué es esto? Porque si la violencia se torna ante el individuo no violento, este no puede responder de manera violenta, incluso si aquello desemboca en su muerte (psíquica, social o física). Así, este rechazo al conato (deseo e impulso fundamental de preservación de la propia vida) es, de cierto modo, equiparable a una actitud suicida. De alguna manera, las personas que habitan países como Colombia, son conscientes de esto; razón por la cual, rechazan la poca atractiva idea de no violentar. Porque la cultura de crianza en Colombia no introduce nunca la posibilidad de frenar la violencia de la manera más rotunda: rechazándola totalmente. En cambio, somos criados bajo la idea de que “no hay que dejarse”.
Así mismo, una idea similar que acompaña a la ya mencionada es la de que “si el otro no lo hace, ¿yo por qué si he de hacerlo?”. Con respecto a esta actitud, cabe considerar que nunca se cruza por la cabeza de un colombiano promedio la idea de ser responsable por el otro (independientemente de quien sea este otro). Emmanuel Lévinas plantea en su libro Ética e infinito el que podamos no solamente ser responsables por los otros, sino tener conciencia con respecto al hecho de que, puede que el otro no tenga responsabilidad por mí (ejemplificando en la situación actual, puede ser que si yo le llevo flores y abrazos al agente del Esmad, este me siga golpeando y echando gases lacrimógenos) pero ese es un asunto del otro, no mío. Así, incluso si el otro no responde con reciprocidad mi acto de responsabilidad, eso no me libera de ser responsable del otro.
Adicionalmente, vale la pena considerar en este punto, algunos de los elementos que, sobre este tema, deja el filósofo francés René Girard, para quien, de algún modo, elegir la violencia es llevarla a los extremos (lo que desarrolla en su obra Clausewitz en los extremos). Salir de este ciclo que continúa escalando hasta los extremos, en tanto una violencia inicial genera respuestas violentas adicionales, requiere de relaciones fundamentadas en lo no violento, rechazando así toda la violencia que se ofrezca por parte del otro. Ahora bien, no se afirma en ningún momento que la no violencia sea el método más efectivo, dado que implica sacrificios de diversa índole, pero ver la problemática de la violencia en términos meramente utilitaristas es reducir injustificadamente todo lo que está en juego.
Si se ha de tener esperanza en una realidad que no se constituya por interacciones violentas, se hace necesario que haya algunos con la convicción profunda de aceptar esta disposición “suicida”, buscando hacer realidad la transformación del campo de sangre en el que resulta más sencillo vivir. Basta con que solo unos cuantos tengan suficiente fe en otro modo de hacer las cosas (en una reivindicación de la condición humana del otro), para que más escépticos pongan en tela de juicio su rechazo hacia esta actitud suicida. No es algo que se le vaya a imponer a nadie, porque eso sería una contradicción al modo de proceder de esta actitud. Por lo pronto, este colombiano se ha cansado de observar paradigmas que resultan en el sufrimiento intencional de otros y por eso reafirma su “suicidio” necesario para la esperanza.