En estos tiempos de confinamiento obligatorio muchos pueden pensar optimistamente que la mayoría de la población está reflexionando profundamente sobre su estilo de vida; sobre el consumismo que nos agobia (al ser evidente que tenemos muchas cosas innecesarias); sobre la contaminación antropogénica y la fauna que se oculta de la intromisión extremista de los humanos (que se hace ahora visible); sobre la importancia de los alimentos por encima de los combustibles fósiles; sobre las desigualdades de género en la distribución de las labores domésticas; sobre el costo de votar inadecuadamente; sobre la geopolítica que puede abrir horizontes a nuevos nacionalismos (algunos que ya venían marchando desde antes de la pandemia, algunos “obligados” por el cierre de las fronteras, algunos calculados más allá de lo imaginable para la mayoría); sobre la posibilidad de que las personas generen actitudes más solidarias o sobre escenarios en los cuales se acepten los totalitarismos con la promesa de que se garantice la vida. Desafortunadamente, lo más altamente probable es que no todos están pensando.
Por una parte, es importante diferenciar entre pensar (en cuanto a la codificación, procesamiento y almacenamiento de información), reflexionar o analizar (profundizando y sopesando ideas de diferente índole) y comprender (implicando más variables, que pueden incluir diferentes niveles de sensibilidad). Por otra parte, otros constructos que pueden diferenciarse son los de necesidad de cognición y el de inteligencia, es decir, se puede pensar mucho pero no necesariamente eso garantiza que el contenido de lo que se piensa sea “inteligente”.
Adicionalmente, hay que tener cuidado con los riesgos inherentes a hablar de un único tipo de inteligencia, lo cual ha llevado en diferentes momentos de la historia a facilitar que se asuman posiciones etnocéntricas, dicho de forma sencilla, a suponer que hay una raza superior, que el mundo está dividido entre brutos e inteligentes (piense en cómo en la cultura estadounidense es tan ofensivo el término loser, eres un campeón o un perdedor, un leader o un follower). Frente a esto, desde la segunda mitad del siglo XX hay posturas que indican, por ejemplo, en los contextos laborales, que es más eficiente evaluar competencias en lugar de la inteligencia (McClelland, 1973), que existen inteligencias múltiples (Gardner, 1993) o que la inteligencia emocional es más importante para el “éxito” (Goleman, 1995).
Para complejizar aún más esta discusión, también es conveniente entender que hay relaciones entre el poder y el saber, es decir, varios intelectuales señalan que quienes están en el poder buscan comunicar sus intereses como verdades, o lograr que se asuma que el conocimiento verdadero es el más cercano a la ideología que quienes ostentan el poder promulgan. Un ejemplo cercano, muy llamativo, podemos encontrarlo cuando en el marco del plebiscito para aprobar la negociación del gobierno de turno con las FARC, en Colombia, quienes hacían campaña por el no en sus declaraciones afirmaban que estaban haciendo pedagogía, explicándole a la gente la (su) “verdad”, mientras los que hacían campaña por el sí, también afirmaban que estaban haciendo pedagogía (igualmente, explicando lo que consideraban algo claro y evidente). Por favor perdonen si sueno más tibio que Fajardo, pero, claramente, es intencional.
Acá podríamos reflexionar sobre las diferencias entre pedagogía y demagogia, pero la discusión se ampliaría mucho. Por ahora quiero finalizar comentando que la gente tiene derecho a pensar como quiera y no siempre eso coincide con lo que muchos pueden considerar como lógico o acorde a las formas científicas de raciocinio; es difícil juzgar a las personas por sus opiniones, por su desconfianza o su confianza extrema en los medios, por repetir los patrones de crianza que recibieron o por esforzarse por pensar diferente para controvertir el statu quo.
Muy posiblemente hoy no todos están pensando, porque, aunque el confinamiento nos ahorra tiempo que antes invertíamos en el transporte, hay personas que aún se están ajustando a nuevas rutinas, a atender a los hijos y a las labores domésticas. Además, el trabajo puede generar estrés, ansiedad, angustia, preocupaciones insospechadas, miedo, ira, entre otras emociones y síntomas. No todos están obligados a responder con todas sus obligaciones y además leer un montón de libros, aprender otros idiomas y pensar reflexivamente sobre todo lo que ocurre a nuestro alrededor. No sé ustedes, pero a mí a veces no me alcanza el tiempo ni para lavar toda la loza que me toca.