Dentro de poco llegaremos a los dos meses de protesta social en contra de un gobierno que se ha mostrado desconectado de la realidad de muchos hogares sumergidos en la desesperanza y la angustia por subsistir.
Pretender introducir una reforma tributaria en momentos en que la economía se hundió en una crisis no solo denota una propuesta imprudente, sino que además resulta indiferente al contexto social en el que el país se desenvuelve.
La reforma fue el pretexto perfecto para que la ciudadanía explotara y demostrara su descontento social, con un gobierno que desde que se posesionó ha lucido perdido y sin norte con Duque, que ha posado hasta de cantante, pero que todavía no encuentra la medida para ser presidente.
Las dificultades de hoy, como derivación de la aparición del COVID-19, son el reflejo de décadas de necesidades básicas insatisfechas, que nunca han sido atendidas por el Estado colombiano en debida forma. Ahora, mal haríamos en señalar que toda la culpa la tiene Duque y su gobierno, eso sería un análisis mezquino.
Hoy nadie recuerda que el gobierno de Juan Manuel Santos despilfarró miles de millones de recursos públicos para comprar una paz que como propuesta no debía encontrar en primer plano obstáculo alguno. Sin embargo, la llamada mermelada, como descaradamente se refirió para justificar actos de corrupción, fue el arma perfecta para colocar a una banda de cuervos a cantar al unísono.
Muy posiblemente, toda esa cantidad de recursos regalados a la misma clase política que por mucho tiempo defendió la guerra en el gobierno de Uribe, para luego alzarse como defensores a ultranza de la paz en el gobierno de Santos, hubiesen servido para atender las necesidades alimentarias de la población colombiana que no vive, sino que sobrevive.
Iván Duque recibió el país con las ollas de los dineros públicos peladas, sin embargo, en el empalme decidió por alguna razón extraña guardar silencio, taparle la gestión a su antecesor y no informar al pueblo colombiano lo que estaba pasando. Él nunca esperó que podría llegarle un aprieto que lo pusiera contra las cuerdas y lo hiciera llegar a hacer lo impensable, seguir ahogando con impuestos a los hogares colombianos.
Luego del incendio de Troya a la colombiana, y ante la imposibilidad del gobierno para poner un tate quieto definitivo al paro y las jornadas de violencia a través de soluciones a largo plazo, este no encontró otra mejor estrategia, que liberar la economía y las restricciones a la ciudadanía, para distraer la atención y llevar a la gente al desafuero de sus vicios, gustos, y sus necesidades de mostrar en redes la opulencia de sus vidas, como forma de apagar una conflagración, que nos está afectando a todos. Tal decisión, en un momento donde el contagio y las cifras de muertes están cada vez en aumento, es una apuesta maquiavélica de un gobernante que aprieta porque el país vuelva a la normalidad del COVID-19.
El cambio de nuestra realidad sociopolítica nunca será de forma espontánea y mucho menos haciendo uso de la violencia para reclamar derechos. Nuestra realidad exige esfuerzo, unión, trabajo constante, entrega y profunda reflexión sobre lo que está mal para cambiarlo, y no volverlo a repetir. ¿O es que acaso Dios creó al mundo en un solo día? Desde el gremio médico se sienten las voces de protesta por una decisión que necesariamente traerá consecuencias negativas que solo el personal de la salud conoce, no el político, ni el irresponsable que sale a la calle sintiéndose blindado contra la enfermedad.