Cuando pienso en Delia Cugat siempre tengo en la mente el mundo en la catarsis, como una purificación, como la causante de violenta de movimientos internos, de emociones impactantes, de extrañas sensaciones en el corazón y en la mente que expresa realidades internas y que provocan reacciones profundas, dolorosas y profundas.
Delia Cugat (1935-2011) fue una argentina que vivió su vida con fuerza y todas las ganas. Hablaba con una voz poderosa que contrastaba con su pequeña y frágil estatura. Toda su vida estuvo convencida de sus ideas como una catequizada de la profundidad del color. Convencida de la serenidad de pintar el óleo, la permitía el tiempo necesario para trabajar despacio al tiempo que pensaba y miraba un cuadro mientras con calma, fumaba. Era una persona sin expectativas más allá de pintar. Acá podemos citar a Fernando Pessoa:
No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de eso, tengo todos los sueños del mundo.
Ella era su mundo, en su pintura repercutían en la memoria seres escenográficos. Ella de joven en Argentina, trabajó en teatro, escenografía y vestuario y de ese mundo perplejo lo pintó más allá de los argumentos. Más allá, el tema era la soledad. La que se siente mientras otros hablan. Una grave instancia donde existe distancia con los demás. La gente en la playa, en una calle, en un café. Lugares donde la comunicación muda atraviesa espacios con destinos cruzados. Son satélites de distintos sistemas donde una presencia es inútil y misteriosa.
En los años ochenta la conocí en París, vivía con su marido en un pequeño espacio pequeño donde ella y su esposo, Sergio Camporeale, compartían la de vida de creadores. Cada cual en su lugar. Había que abrir el sofá-cama para que se pudieran mostrar los cuadros con una distancia modesta. Uno primero y el otro después. Todo en el silencio mudo del respeto mutuo. A decir la verdad, un difícil ejercicio cuando los dos sabían todo el proceso de cada cual. Delia siempre fue la segunda en turno. No le molestaba que la vida que empezara o acabara.
Era rígida pero dulce. Artista de siempre. Salir a la calle era una hazaña de Dios pero le gustaban los mercados populares.
No tuvo hijos, pero fácilmente adoptaba a seres del mundo. Era tan tierna y su mayor orgullo era los fríjoles que sembraba en frascos en su cocina y diariamente los miraba crecer como un milagro. Cuando se despedía como si mañana no fuera otro día posible.
La visité en Paris otra vez más, cuando vivía en un amplio apartamento y con grandes ventanales y buena luz fundamental para la historia del color en óleo muy cerca a la estación de San Lazare. Siempre amable y aguda. Se reía a carcajadas como también el silencio era imponente mientras creaba sentada en una diminuta silla sin espaldar. Dedicada a su misma historia, pero, con unos graves movimientos inesperados que pensé era Parkinson. Nadie habló y nadie preguntó. Ahí le compre mi más bello cuadro que me siempre acompaña.
Su color es magia, su luz que viene de el reflejo de la piedra en el suelo, el azul cobalto es un trapo en primer plano. La fruta que lleva la mujer es la protagonista. Los seres humanos van y vienen sin propósito. Cada cual es su destino a la nada.