En este momento allá, en Rusia, están mi mamá, Amelia Jiménez, y mi hijo, Sebastián Escaf Pardo. No son traquetos. El dinero para pagar ese viaje no salió del narcotráfico. Nadie en mi círculo familiar tiene nexos o ha tenido relación alguna con el negocio de la droga. Cero presos, cero sindicados, cero investigados, cero extraditados. Somos gente decente y trabajadora. Estamos limpios. Y sin embargo no me indigno por esos comentarios porque lo cierto es que la economía subterránea alimentada por la cocaína sí nutre y dinamiza casi todos los negocios legales del país, la mayoría de las veces sin que sus propios dueños lo sepan. ¿Para qué negarlo, si al negarlo quedamos como unos grandísimos tontos? ¿O es que alguno le pide el pasado judicial a quien le va a comprar productos o servicios? ¿Acaso investigamos de dónde viene el dinero con el que nos pagan por nuestro trabajo? Todos, nos guste o no, lo aceptemos o no, estamos untados en mayor o menor medida del billete de la droga, pues en Colombia se lavan a diario millones de dólares provenientes de la coca.
Que seamos el cuarto país en comprar más boletas en el Mundial, solo superados por el local, Rusia, por el país más rico del mundo, Estados Unidos, y por una nación cuya población es por lo menos cuatro veces más grande que la nuestra y con una tradición futbolística infinitamente mayor, Brasil; es un indicador económico para todo extranjero buen observador, y debería serlo también para nosotros. Más autocrítica y menos mojigatería, por favor.
Somos un país del Tercer Mundo. Estamos muy lejos de ser una nación rica. Ocupamos deshonrosos lugares: nada más analizando el Gini, somos el país más inequitativo de América del Sur y el tercero más desigual del mundo. Nuestra coca es más famosa que nuestro café o que nuestras flores básicamente porque exportamos más de ese polvo blanco que de cualquier otra cosa. ¿Por qué nos indignamos entonces? Es normal que al ver el estadio todo amarillo, los europeos se secreteen y murmullen. Es normal que nos griten afuera: ¡Escobar! Es previsible que se generen hipótesis y surjan toda clase de suspicacias alrededor de ese mar amarillo pues cualquiera con dos dedos de frente que sepa sumar y restar hará cálculos y las cifras no le van a cuadrar. ¿Cómo es posible que haya tanto colombiano allá si para nosotros hacer ese viaje cuesta muchísimo más que para europeos que viven ahí cerquita y no tienen que cruzar un océano gigante? ¿Dónde está la bolita?
Preocupémonos por otras cosas más bien. Porque cuando además a esos periodistas que hoy están impresionados con esa inmensa masa gigante con sombreros vueltiaos en estadios del otro lado del mundo, se les dé por mirar con lupa lo que pasa en la Colombia profunda y olvidada, la que escondemos, la que le dijo SÍ a la paz porque justamente es la que pone los muertos que a nadie le importan, es que vamos a tener que agachar la cabeza y con toda la razón. ¿Cómo les vamos a explicar que acá hay miles de personas que sobreviven con menos de 5 mil pesos al día y que hay niños que se mueren de sed? ¿De qué manera digna y decente se puede justificar tal contraste?
Que nos digan narcos es lo de menos, pues lo somos. Lo terrible será cuando se den cuenta que somos también cómplices de toda clase de crímenes cometidos contra la población más vulnerable: masacres, desplazamientos, hambrunas, muertes infantiles por desnutrición, asesinatos extrajudiciales, aniquilación de defensores de derechos humanos y un largo etcétera. Toca irse preparando para cuando el mundo pregunte. Porque pónganle la firma, el mundo preguntará y tendremos que contestar.