“No señora, ellas no pueden comer aquí”
Opinión

“No señora, ellas no pueden comer aquí”

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abril 01, 2015
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De vez en cuando la vida le pone a uno situaciones que le recuerdan que hay que compartir, aunque sea ocasionalmente, lo que uno por fortuna tiene todos los días: un plato de sopa.

La semana pasada salí de una funeraria al medio día y además de que no encontré al difunto porque las exequias habían sido más temprano, me dirigí a un restaurante atraída por un letrero grandísimo antidieta que decía “empanadas”. Imagínense ustedes: era el medio día, calentaba el sol en Bogotá, no tenía mucho tiempo para sentarme a comer y menos para pensar en la figura, así que una empanada sonaba perfecta para llevar y comer en medio del afán, entre el carro, con un kumis o un jugo.

Llegando al restaurante, me abordaron una señora de no más de 30 años y dos niñas pequeñas y preciosas. “¿Señora, me regala una moneda para comprar algo de comer?”, me dijo la mamá. Yo inmediatamente les contesté, “caminen las invito a empandas”. Entré y pregunté las empanadas; ya no habían. Cuando volteé a mirar, madre e hijas se habían quedado afuera. Salí y estaban paradas frente a una vitrina de pasteles, tortas y comida por el estilo. Les dije: “No hay empanadas, pero les compro otra cosa; ¿qué quieren?”. Las niñas comenzaron a señalarme lo que querían; les brillaban los ojos; se habían olvidado de las empanadas y soñaban con un ponqué que poco o nada las iba a alimentar.

Conmovida por su ilusión, traté de orientarlas y les dije; “No se coman nada dulce. Mejor un pastel con carne o con pollo; las alimenta más”; bueno, yo tratando de garantizar de que lo que gastara fuera útil para la nutrición de esa familia. Cuando pregunté los precios, se me ocurrió indagarle a la cajera que cuánto valía el almuerzo (sopa, seco, jugo y postre). No era mucho más que los tres ponqués con las tres gaseosas, así que decidí comprarles los almuerzos.

Yo tenía mucho afán, como suele sucedernos a quienes vivimos en Bogotá, así que le dije a la señora del restaurante:

—Hágame un favor. Yo me tengo que ir. Le dejo pagos los almuerzos para la señora y las dos niñas.

—¿Se los empaco?, —me dijo.

—No, —le contesté—. Ellas se sientan en esta mesa de la entrada, comen y se van, como cualquiera de nosotros. Los almuerzos quedan pagos.

No señora, ellas no pueden comer aquí.

Me sorprendí tanto que la señora me miró como aterrada.

—Oiga, ellas tienen derecho. Yo les estoy pagando la comida, —le dije muy molesta.

—Yo la entiendo, pero el patrón lo tiene prohibido con las personas que piden por acá.

—Pues yo no entiendo, porque están bien presentadas y tienen derecho.

No armé más lío porque tenía que irme, pero quedé muuuy aburrida, entre otras cosas porque la discusión fue delante de esa familia necesitada. Me parecía terrible ver a las niñas como en juego de ping-pong mirando nuestras caras durante la discusión y oyendo semejante acto de discriminación. Yo hubiera tenido tiempo, me siento con ellas tres en esa mesa y ni que me hubieran dicho algo… Entre otras cosas, porque me encanta hablar con todo el mundo; de todos aprendo y de estas personas sí que llegan lecciones de vida. Yo crecí sentada con el hijo o hija de la empleada del servicio de turno en el comedor de mi casa, sin distingos, con alegría, sin discriminación. Así nos educaron nuestros papás a mis hermanos y a mí. Por eso no lo entiendo.

Es que no me estoy refiriendo al restaurante de manteles finos y etiqueta exigente; era de sillas Rimax y en lugar de florero había un plato con palillos y servilletas. Entonces de qué estamos hablando…

Cogí la factura y se la entregué a la mamá de las dos niñas y le dije delante de la cajera:

—Les tienen que entregar bien empacado, con cubiertos y servilletas. Busquen el mejor lugar posible para comer, — y me fui… Me fui con el dolor de saber que la paz no está ni en La Habana, ni con el general Mora sensibilizando soldados a grito herido, ni en el papel que se firme. Está dentro de cada uno de nosotros con la responsabilidad social que nos asiste de no generar resentimiento en nadie, sino aunque sea brindar un plato de felicidad.

¡Hasta el próximo miércoles!

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