Los lectores y lectoras de esta columna podrán sentirse ofendidos u ofendidas, identificados o identificadas con su contenido, pero les confieso (a ellos y ellas) que pertenezco al grupo de convencidos y convencidas de que en muchos casos es esencial mostrase apático o apática ante las posturas de los otros y las otras para decir con libertad lo que se piensa. Y este es mi caso, queridos y queridas amigos y amigas.
Me resultan odiosos y odiosas los y las personas que se yerguen como evaluadores y evaluadoras del compromiso de los otros y las otras con la igualdad de género, basados y basadas únicamente en el nivel de cumplimiento de la detestable costumbre por la que propenden como defensores y defensoras enérgicos y enérgicas: esa de la inclusión forzada de los dos géneros en cuanta circunstancia sea posible, en lo que ellos y ellas llaman la abolición del sexismo lingüístico y que nos convierte en verdugos y verdugas del castellano.
Por supuesto se me hace conveniente la libertad de que todos y todas incluyamos ambos géneros gramaticales en los momentos en que nos resulte conveniente y cuando el discurso lo amerite.
¿Que el Rector o la Rectora quieran referirse a los niños y las niñas en su discurso para la inauguración de su escuela? ¡Me parece perfecto! Eso genera conciencia entre los pequeños (y las pequeñas).
¿Que los defensores y defensoras, afiliados y afiliadas, socios y socias de los movimientos en pro de la igualdad de género decidan llevar a sus manifestaciones pancartas que digan ellos y ellas? ¡Me parece apenas obvio! ¡Y yo me sumo, de hecho, a las manifestaciones!
Pero otra cosa muy distinta es, por ejemplo, decir “bienvenidos” y de inmediato escuchar la voz del fundamentalista o la fundamentalista que deviene en corrector o correctora, sugiriendo a modo de reprimenda “bienvenidos y bienvenidas”.
El juego de convertirnos en censores y censoras del idioma con esa obsesión de los investigadores y las investigadoras privadas, no solo nos hace ver ridículos y ridículas, sino que nos convierte en asesinos y asesinas de la belleza de nuestra lengua.
Además y siendo como es este, un camino que se basa en forzar el idioma más allá de sus normas gramaticales, deberíamos, si lo tomamos, ser lo suficientemente coherentes para llevarlo hasta sus límites e imponer la equidad total: ¡decapitemos el artículo femenino como diferenciador de género entre los sustantivos, y demos, todos y todas, la bienvenida a militantas, congruentas, coherentas, partícipas y concurrentas!
¡No seamos pendejos y pendejas!
Lo verdaderamente triste de esta actitud fundamentalista no es lo irritante que puede llegar a ser, sino el perjuicio que le genera a la justa causa de la equidad de género. Y le hace mal porque la convierte en una caricatura y, como todos y todas sabemos, las caricaturas no nos hacen más solidarios o solidarias con una causa. Nos hacen reír.