Un amplio e incluyente diálogo sobre lo que significa y representa el mentado “libre desarrollo de la personalidad” es urgente en Colombia, para que dicha expresión no sea tema exclusivo de constitucionalistas incondicionales al sinuoso y ladino legado filosófico del exmagistrado y político Carlos Gaviria (q.e.p.d), quien sobre este tema y sobre el delito político hizo malabares narrativos que coadyuvaron a que el país esté sumido hoy en un laberinto axiológico, una confusión de valores, con tan críticas manifestaciones como que las altas cortes participan de un afinado concierto para claudicar ante diversas manifestaciones del delito que se entreveran entre sí.
Es necesario reflexionar sobre el concepto de persona que subyace a la expresión “libre desarrollo de la personalidad”. Si la noción de persona se equipara de manera reduccionista a la noción de individuo, las consecuencias de tal expresión tienen manifestaciones muy diferentes a si se iguala, también de manera reduccionista, la noción de persona a la noción de ciudadano o a la noción de criatura con tintes religiosos.
Una visión integral de persona pasa por entender que el ser humano tiene al mismo tiempo una dimensión individual, una dimensión de ciudadanía y una dimensión como creyente.
El individuo despliega su individualidad en ámbitos privados, el ciudadano hace lo suyo en ámbitos públicos, el creyente lo hace en ámbitos eclesiales. Una persona que pretenda un integral desarrollo de su humanidad, debe hacer consciencia de los derechos y deberes que le impone cada uno de esos ámbitos, al mismo tiempo que debe hacer consciencia que los comportamientos que le son posibles en los ámbitos de su privacidad no son replicables en los espacios públicos o en espacios de sacralidad religiosa o viceversa.
Los marcos normativos y los desarrollos jurisprudenciales deben tener buen cuidado de permitirle al individuo ejercer sus derechos en sus ámbitos de privacidad, ejercer y cumplir sus derechos y deberes en los ámbitos públicos y garantizar que los espacios eclesiales, amén de diversos, contribuyan para que las personas ejerzan sus experiencia espirituales y religiosas en el amplio espectro de caminos de creencias que existen, que van desde el ateísmo, pasando por el agnosticismo, el deísmo, el monoteísmo y llegando hasta el politeísmo.
La ley y la jurisprudencia no pueden convertirse en patente de corso para que el ejercicio de ciertos derechos que un individuo tiene en el ámbito de su intimidad y privacidad se imponga como regla general para la comunidad en los espacios públicos, o que estos sean los ambientes para hacer confesionalismo clerical de una u otra denominación de fe.
Así las cosas, hablar de “libre desarrollo de la personalidad” no puede conducir a la ligereza de un libertinaje sin límites del individuo, ni a la colectivización de unos hábitos en aras de igualarlo todo en nombre del bien público y la ciudadanía, ni al fanatismo de dogmas de fe particulares.
Si alguien gusta de comer mocos en sus espacios más privados, como el baño por ejemplo, ello hace parte de su individualidad, pero debe tener buen cuidado de no comer mocos en la mesa del restaurante, o hacerlo en el marco de un servicio religioso. Contexto tienen las cosas y hasta el ejercicio de un vicio del que no sea fácil liberarse, impone un mínimo de pudor estético y ético en pro de la convivencia.